jueves, 21 de julio de 2016

Una ausencia ilimitada (por Aldous Huxley)


"Aldous Huxley", collage de Gwyllm Llwyddof


Nota del autor del blog: el relato que reproduzco a continuación fue escrito en el año 1944 y formó parte, originalmente, de la novela "Time must have a stop". En él, Huxley ensaya una descripción mística y profética de un estado post mórtem, que se asemeja, según descubriría luego en el curso de sus propias experiencias, a la aniquilación del Yo bajo los efectos de las sustancias visionarias. Posteriormente, dicho relato fue reproducido en su colección de escritos titulada Moksha.

Ya no sentía ningún dolor, ni la necesidad de jadear, y el suelo embaldosado del lavabo había dejado de ser frío y duro.
Todos los sonidos se habían extinguido y reinaba la oscuridad. Pero en medio del vacío y el silencio perduraba una especie de conocimiento, una vaga conciencia.
Conciencia no de un nombre o una persona, no de las cosas presentes, ni de los recuerdos del pasado, y ni siquiera del acá o el allá, porque no había lugar alguno, sino sólo una existencia cuya única dimensión consistía en este saber que no tenía propietario ni propiedades y que estaba solo.
La conciencia se conocía sólo a sí misma, y a sí misma sólo como ausencia de algo más.
El conocimiento se internaba en la ausencia que era su objeto. Se internaba en la oscuridad, más y más. Se internaba en el silencio. Ilimitadamente. No había fronteras.
El conocimiento se conocía a sí mismo como una ausencia ilimitada dentro de otra ausencia ilimitada, que ni siquiera era consciente.
Era el conocimiento de una ausencia cada vez más total, de una privación cada vez más atroz. Y tenía conciencia con una especie de apetito creciente, pero un apetito de algo que no existía. Porque el conocimiento era sólo de ausencia, de ausencia pura y absoluta.
Una ausencia soportada durante lapsos cada vez más prolongados. Lapsos de desasosiego. Lapsos de hambre. Lapsos que se expandían progresivamente a medida que se agudizaba también progresivamente el frenesí de la insaciabilidad, lapsos que se prolongaban hasta convertirse en
eternidades de desesperación.
Eternidades del conocimiento insaciable, desesperante, de la ausencia dentro de la ausencia, ubicua, sempiterna, en una existencia unidimensional…
Y entonces, repentinamente, afloraba otra dimensión, y lo eterno cesaba de ser eterno.
Aquella dimensión en que la conciencia de la ausencia se conocía a sí misma, aquella mediante la cual era incluida e impregnada, y dejaba de ser una ausencia para convertirse en la presencia de otra conciencia. La conciencia de la ausencia se sabía sabida.
En el oscuro silencio, en el vacío de toda sensación, algo empezaba a conocerla. Al principio muy débilmente, desde una distancia inconmensurable. Pero la presencia se aproximaba gradualmente. La tenuidad de ese otro conocimiento cobraba más brillo. Y de pronto la conciencia se había convertido en una conciencia de la luz. La luz del conocimiento mediante el cual era conocida.
La ansiedad encontraba alivio, el apetito encontraba satisfacción, en la conciencia de que había algo más que ausencia.
En lugar de privación existía esta luz. Existía este conocimiento de ser conocido. Y este conocimiento de ser conocido era un conocimiento satisfecho, incluso jubiloso.
Sí, producía júbilo el hecho de ser conocido, de ser así abarcado dentro de una presencia rutilante, de estar así impregnado por una presencia rutilante.
Y como la conciencia estaba así abarcada por ella, impregnada por ella, se identificaba con ella. La conciencia no sólo era conocida por ella sino que también conocía con su conocimiento.
Conocía, no la ausencia, sino la luminosa negación de la ausencia, no la privación, la dicha.
El apetito perduraba. Apetito de conocer aun más una negación aun más total de la ausencia.
Apetito, pero también la satisfacción del apetito, también la dicha. Y luego, a medida que aumentaba la luminosidad, nuevamente apetito de satisfacciones más profundas, de una dicha más intensa.
Dicha y apetito, apetito y dicha. Y a lo largo de lapsos cada vez más prolongados la luz seguía refulgiendo de belleza en belleza. Y el júbilo de saber, el júbilo de ser sabido, aumentaba a medida que aumentaba esa belleza comprehensiva y compenetrante.
Más y más refulgente, a lo largo de lapsos sucesivos, que por fin se expandían en una eternidad de júbilo.
Una eternidad de conocimiento radiante, de dicha inmutable en su intensidad última. Por siempre jamás.
Pero lo inmutable empezaba a cambiar, gradualmente.
La luz brillaba más intensamente. La presencia se tornaba más apremiante. El conocimiento se hacía más exhaustivo y completo.



Bajo el impacto de esta intensificación, la jubilosa conciencia de ser sabido, la regocijada participación en este saber, quedaba prensada contra los límites de su dicha. Prensada con una presión creciente hasta que por fin los límites empezaban a ceder y la conciencia se encontraba más allá de estos, en otra existencia. Una existencia donde el conocimiento de estar abarcado dentro de una presencia rutilante se había convertido en el conocimiento de estar oprimido por un exceso de luz. Donde esta impregnación transfiguradora era captada como una fuerza desquiciante nacida de dentro.
Donde el conocimiento era tan penetrantemente luminoso que la participación en él estaba fuera del
alcance del participante.
La presencia se aproximaba, la luz se intensificaba.
Donde había habido dicha eterna había ahora un desasosiego inmensamente prolongado, un lapso de dolor inmensamente prolongado y, a medida que este aumentaba, lapsos cada vez más prolongados de angustia intolerable. La angustia de sentirse obligado, por participación, a saber más de lo que podía saber el participante. La angustia de ser triturado por la presión de un exceso de luz… triturado y reducido a condiciones de densidad y opacidad cada vez mayores. La angustia, simultáneamente, de ser quebrantado y pulverizado por el impulso de ese conocimiento impregnante nacido de dentro. Desintegrado en fragmentos cada vez más pequeños, en mero polvo, en átomos de mera inexistencia.
Y el conocimiento en el que había participación captaba como abominables este polvo y la siempre creciente naturaleza densa de esta opacidad. Los juzgaba y los encontraba repulsivos: la privación de toda belleza y realidad.
La presencia se aproximaba inexorablemente, la luz se intensificaba.
Y con cada aumento del apremio, con cada intensificación de este conocimiento invasor de fuera, de este brillo desquiciante que empujaba desde dentro, se multiplicaba el dolor, el polvo y la oscuridad compactada se tornaban más bochornosos, eran conocidos, por participación, como la más inmunda de las ausencias.
Vergonzosamente perenne en una eternidad de bochorno y dolor.
Pero la luz se intensificaba, se intensificaba torturantemente.
Toda la existencia era fulgor, toda excepto este pequeño coágulo de ausencia opaca, excepto estos átomos dispersos de una nada que, por conciencia directa, se conocía a sí misma como opaca e independiente, y que al mismo tiempo, merced a una desgarradora participación en la luz se conocía a sí misma como la más horrible y bochornosa de las privaciones.
Un brillo que trasciende los límites de lo posible, y luego aun más intenso, próximo a la incandescencia, presionando desde fuera, desintegrando desde dentro. Y al mismo tiempo este otro conocimiento, cada vez más penetrante y completo, a medida que la luz se intensificaba, de una coagulación y una desintegración que parecían gradualmente más bochornosas a medida que los lapsos se prolongaban interminablemente.
No había evasión, una eternidad en la que no había evasión. Y a lo largo de lapsos cada vez más prolongados, aunque cada vez más desacelerados, la refulgencia aumentaba de imposible en imposible, se aproximaba de manera más apremiante y torturante.
Repentinamente afloró un nuevo conocimiento contingente, una conciencia condicional de que, si no participaba en la refulgencia, la mitad del dolor desaparecería. Ya no percibiría la fealdad de esta privación coagulada o desintegrada. Sólo quedaría una autonomía opaca, que se sabría a sí misma distinta de la luz invasora.
Un polvo desdichado de nada, un pobre y diminuto coágulo inofensivo de simple privación, triturado desde fuera, disgregado desde dentro, pero que seguía resistiéndose, que seguía negándose, no obstante la angustia, a despojarse de su derecho a una existencia independiente.
Bruscamente, se produjo un nuevo y abrumador chispazo de participación en la luz, en la torturante conciencia de que no había tal derecho a la existencia independiente, de que esta ausencia coagulada y desintegrada era vergonzosa y debía ser negada, aniquilada…sometida implacablemente al fulgor de ese conocimiento invasor y totalmente destruida, disuelta en la belleza de esa incandescencia imposible.
Durante un lapso descomunal ambas conciencias parecieron quedar equilibradas: el conocimiento que se sabía independiente, que conocía su propio derecho a la independencia, y el conocimiento que conocía la naturaleza vergonzosa de la ausencia y la necesidad de que esta fuera dolorosamente aniquilada por la luz.
Parecieron quedar equilibradas, como si oscilaran sobre el filo de un cuchillo entre una magnitud imposible de belleza y una magnitud imposible de dolor y vergüenza, entre un apetito de opacidad e independencia y ausencia y un apetito de participación aun mayor en el brillo.
Y entonces, después de una eternidad, se produjo la renovación de ese conocimiento contingente y
condicional: «Si no participaba en la refulgencia, si no participaba…».
Y de pronto ya no hubo participación alguna. Hubo un autoconocimiento del coágulo y del polvo desintegrado, y la luz que conocía estos elementos era otro conocimiento. Continuaba la invasión
torturante desde dentro y desde fuera, pero ya no existía el bochorno, sino sólo una resistencia al ataque, una defensa de derechos.
El brillo empezó a perder gradualmente parte de su intensidad, a replegarse, por así decir, a hacerse menos apremiante. Y súbitamente se produjo una especie de eclipse. Algo se interpuso bruscamente entre la luz insufrible y la conciencia sufriente de la luz como una presencia ajena a esta privación coagulada y desintegrada. Algo que tenía la naturaleza de una imagen, algo que compartía un recuerdo.
Una imagen de cosas, un recuerdo de cosas. Cosas relacionadas con cosas de una manera bienaventuradamente familiar que aún no era posible captar con claridad.
Casi completamente eclipsada, la luz perduró, tenue e insignificante, sobre las fronteras de la conciencia. En el centro sólo había cosas.
Cosas aún no reconocidas, ni imaginadas o recordadas cabalmente, desprovistas de nombre e incluso de forma, pero categóricamente presentes, categóricamente opacas.
Y ahora que la luz se había eclipsado y no había participación, la opacidad ya no era vergonzosa. La
densidad era dichosamente consciente de la densidad, la nada de la nada opaca. El conocimiento no era dichoso, pero sí era profundamente tranquilizador.
Y el conocimiento se aclaró gradualmente, y las cosas conocidas se tornaron más definidas y familiares. Más y más familiares, hasta que la conciencia flotó sobre el filo del reconocimiento.
Aquí algo coagulado, aquí algo desintegrado. ¿Pero qué eran esas cosas? ¿Y qué eran esas opacidades correspondientes mediante las cuales se las conocía?
Hubo un prolongado lapso de incertidumbre, un largo, largo tanteo en un caos de posibilidades no
manifestadas.
Entonces, bruscamente, fue Eustace Barnack quien tuvo conciencia. Sí, esa opacidad era Eustace Barnack, esa danza de polvo agitado era Eustace Barnack. Y el coágulo situado fuera de él, esa otra opacidad de la que tenía la imagen, era su cigarro. Recordaba su Romeo y Julieta tal como se había desintegrado en una nada azul entre sus dedos. Y con el recuerdo del cigarro vino el recuerdo de una frase: «Hacia atrás y hacia abajo». Y luego el recuerdo de la risa.
¿Palabras en qué contexto? ¿Risa a expensas de quién? No obtuvo respuesta. Sólo «hacia atrás y hacia abajo» y ese muñón de opacidad en vías de desintegrarse. «Hacia atrás y hacia abajo», y después la carcajada y la gloria súbita.
Muy lejos, más allá de la imagen de ese cilindro de tabaco marrón y baboseado, más allá de la repetición de esas cinco palabras y de la risa que las había acompañado, estaba latente el fulgor, como una amenaza. Pero en medio de su júbilo por haber recuperado esta memoria de las cosas, este conocimiento de un recuerdo de identidad, Eustace Barnack prácticamente había cesado de tener
conciencia de su existencia.

Relato extraído del libro "Moksha: escritos sobre psicódelicos y experiencia visionaria"

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