martes, 23 de agosto de 2016

La necesidad espiritual de crear

"El pintor", de Honoré Daumier (1808–79)

La necesidad espiritual de crear

por Juan Manuel Otero Barrigón


Toda creación nace de una idea. Una idea que al germinar, crece, se hace fuerte y poderosa. El ser humano, al advertir el nacimiento de esa idea, descubre su no existencia en el mundo circundante. Experimenta la soledad y el desvelo de saber que hasta ese momento, esa idea solo es real para él, en su intimidad. Su impulso a manifestarla, a compartirla con el mundo, a ponerla a disposición del conocimiento de otros seres, determina su necesidad de encontrar el medio adecuado para su expresión. En virtud de la fuerza que tenga esa idea, se verá impelido a ir en búsqueda de la técnica o herramienta que posibilite su concretización. Encontrado el canal, la idea se condensará en la forma de Obra, apareciendo ahora frente a él en su existencia objetiva. Nacerá así el artista, fruto del logro por satisfacer su necesidad de expresarse “desde adentro”, religando la riqueza de su mundo interno con los elementos materiales que lograron reflejarlo de modo perceptible para los sentidos.

El arte, cuando es producto conjugado de la pura espontánea creatividad y de la autenticidad del autor, aspira a la totalidad. 

Se ríe del mundo o denuncia lo insufrible de este. Es un modo de huir de la vida, o un modo de vida.
 
Es una llamada a la comunión de las personas.

Dice Elie Fauré que: “El arte resume la vida. Penetró en nosotros con la fuerza de nuestro suelo, con los colores de nuestro cielo, y a través de la preparación atávica que lo determina de las pasiones y las voluntades de los hombres que él definió. Empleamos para la expresión de nuestras ideas los materiales que capta nuestra vista y que nuestras manos pueden tocar. Es nuestro lenguaje, y sólo él, el que asume y retiene la apariencia de lo que, a nuestro alrededor, impresiona de modo inmediato a nuestros sentidos. No le pediríamos al arte que nos enseñara la historia si no fuese más que un reflejo de las sociedades que pasan con las sombras de las nubes sobre el suelo. Pero es que él nos relata al hombre, y al universo a través de él. Sobrevive al instante, ensancha el ámbito de toda duración y comprensión humanas, de toda duración y la extensión del universo. Fija la eternidad movediza en su forma momentánea”.

Podemos ver el arte y el concepto de lo bello como fruto de una construcción social o de un intento de generalización del gusto estético. No obstante, persiste la sensación de que algo queda por fuera, como por ejemplo, el sentimiento que nace interiormente cuando nuestros sentidos se enfrentan a una pintura, una poesía, o una canción.; sentimiento que nos lleva a exclamar: “¡Qué bello, esto es una obra de arte!”. Esto puede venir o no, acompañado de una fuerte emoción, pero intuimos que resuena en algo muy profundo de nosotros y que la mayoría de las veces no logramos expresar apelando al lenguaje verbal. Reza un antiguo aforismo taoísta, que hacer arte es la forma jubilosa de expresarse de un ser tan lleno de belleza dentro de sí, que no tiene espacio suficiente en su interior para contenerla.

Dejando de lado los debates filosóficos respecto a si el arte es pura creación o imitación perfecta de la naturaleza, lo cierto es que el ser humano, en su necesidad de perpetuarse, encuentra en el arte una vía privilegiada que le permite trascender.

El artista, al decir de Kandinsky, es un sacerdote de la belleza, aquella que nace de las regiones profundas de su ser-en-el-mundo. Ordenado en el sacramento del arte a través de sus obras, encuentra un modo de conjurar temores ancestrales, colmando al mundo con sentido pleno. 

En pos de plasmar su singular y personalísima cosmovisión, el artista recurrirá a ese manantial inagotable de imágenes que constituye el lenguaje simbólico. 

Como elementos capaces de transformar y redirigir la energía psíquica, la formación de símbolos se produce todo el tiempo dentro de la psique, especialmente bajo la forma de sueños y fantasías. El valor del arte radica en su condición de ser vía noble y privilegiada para la generación y expresión de símbolos vivificadores, testimonios de la individual peregrinación por los senderos del espíritu.

Hoy día, la misma Ciencia está en condiciones de aportar elementos que nos hablan de la importancia que encierra la creación artística. Así, en los últimos años, hemos podido descubrir que ciertas estructuras de la corteza auditiva sólo responden a tonos musicales; que un área importante del cerebro y del cerebelo intervienen en la coordinación de diversidad de movimientos (como ocurre en la danza); que en las representaciones teatrales, regiones del cerebro especializadas en el lenguaje verbal conectadas con el sistema límbico, aportan el componente emocional; y que nuestro sistema de procesamiento visual genera imágenes reales o ficticias con la misma facilidad, algo de considerable valor para las artes visuales.

El acto de crear, podemos ver, no sólo nos religa espiritualmente con nuestro micro y macrocosmos. También esa misma comunión se refleja hasta en el mismo ser material y anatómico que somos, haciendo honor al origen más puro de la palabra arte, que reencuentra al ser humano en la multidimensionalidad de su ser.

La necesidad de crear será, de este modo, principio de unión y de libertad. Solamente puede crear auténticamente aquel que en un ejercicio de despojo de sus condicionamientos e inhibiciones, se anima a navegar por el mar de lo desconocido por descubrir.

El artista se transmuta entonces en imaginero, que internado en la selva creativa, descubre en el arte su sentido íntimamente religioso, y tantas veces redentor.

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(Este texto íntegra uno de los capítulos del libro: "Thréskeia y Psyché: temas de psicología de la religión")

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