Les quiero contar sobre el Señor F, que no es tan distinto del Señor P, o el Archiduque inglés de algún siglo, o del verdulero de la esquina de lo de mi abuela. El Señor F vive, sueña, se angustia, se emociona, tiene sexo, consume azúcar, y quiere ser feliz. El Señor F se hace planteos existenciales. Es triste, pero piensa. No, es triste y piensa, sin el pero, pero con la y.
El Señor F habla, entonces piensa, y no por nada en especial, sino porque usa el lenguaje, que se sirve de la palabra, y antesde ésta, está el caos, la nada. Y al Señor F le gusta la nada, no la cambia por ranas, porque prefiere las preguntas, por más que las ranas sean producto de gran estima en el mercado del sin sentido; que empezó siendo chico, humilde, como un almacén de barrio, que estaba a la vuelta de su casa, pero que se expandió, como río sin cauce, como la pobreza en el mundo. Ahora es una multinacional cuyo dueño se desconoce, pero que se sabe que tiene varias cuentas of-yo-r por aquí y por allá.
El Señor F piensa en la muerte a menudo, pero solo la piensa, no la cuestiona. Cuestiona la vida. Y se quiere morir cuando su equipo de fútbol juega mal, y pierde. Pierde casi siempre, pero él va igual, a alentar, a querer morirse. Porque dice, va, no lo dice, lo piensa, le ocurre en realidad; que solo así se siente vivo.
El Señor F tiene un amigo, el otro Señor F. Son muy amigos en verdad. Y se conocen muy bien el uno al otro. Conversan a diario, con mucha naturalidad, pero jamás lo hacen en público. Muy rara vez lo han hecho en presencia de tercerxs, a excepción de algunxcon quien pudieron haber compartido cierto momento de intimidad. Aquellxs que los han visto conversar dicen que los amigos son dos, como si fuese uno. Que en realidad es uno, pero parecen dos. Entiendo que puede ser difícil de comprender, pero es que es así, no podría explicarse de otra manera sin ser demasiado obvio. No pueden pensarse por separado. Como tampoco puede escindirse el placer del sufrimiento, el deseo, de aquello que nos falta, o el jamón, del queso. Son indisociables.
Como les dije, el Señor F y el otro Señor F son entrañables amigos, y esto ha sido así desde siempre. Hubo un tiempo en la vida del Señor F, a eso de los cuatro o cinco años, en el cual éste le prestaba tanta atención al otro Señor F, incluso estando en público, que sus padres se avergonzaban de él. Llegaron a prohibirle que se vinculen en público y lo amenazaron con cortar su amistad, si es que no dejaba en paz al otro Señor F. El Señor F se vio acorralado, en una encrucijada, angustiado. Angustiado como quien por el simple hecho de ser libre, tiene que elegir, y esa es su condena.
El Señor F eligió, pero lo hizo de forma inteligente. No quería perder su amistad, pero entendía que no podría continuar como hasta ese momento si pretendía conservarla. Entonces los amigos decidieron hacer un pacto. Dejarían de verse por un tiempo, unos años tal vez, hasta que ambos tuviesen la suficiente autonomía como para tener una amistad más allá del menú ofrecido por sus padres. Se cruzarían luego, sí, en reiteradísimas ocasiones, en el baño por ejemplo (iban al mismo colegio), pero nada de “¿en qué andas?” o “¿qué es de tu vida?”. Cada uno hacía lo que tenía que hacer y punto. Es evidente que tenían puesta su energía al servicio de otras cuestiones.
Fue alrededor de los 12 o 13 años cuando volvieron a hablar, y desde entonces jamás volvieron a separarse. Adoraban tener largas charlas en la cuales diriman acerca filosofía, gastronomía, deporte y cambalache (el Señor F era un erudito en casi cualquier tema de conversación, además de prodigioso artista y destacado deportista).
Una noche, muchos años después, tras una larga discusión donde se tocaron diversos temas (entre los cuales la duda acerca de si todos los perros van al cielo, y en caso de que así fuese, si le seguirían ladrando a los autos desde allá arriba, ocupó el centro de la cuestión), los amigos decidieron que era hora de emprender un viaje. Casualmente esa mañana el Señor F había recogido de su buzón una revista, en la cual pudo avistar que en la página 70 se encontraban dos cupones de descuento para montarse en un nuevo tren que al parecer estaban promocionando. “Presentando el cupón en boletería, y por tan solo $70 pesos, usted tendrá la oportunidad de viajar en el tren “via ad beatitudinem”, recorriendo en su camino los más extravagantes pueblos que usted pueda imaginar”.
Sin tiempo que perder, a la mañana siguiente los amigos ya estaban en el tren, en un viaje donde buscarían aquello que por más que sabían que era estúpido, era lo que más anhelaban.
El primer pueblo supo ser un lugar lleno de colores. Tantos, que no podían siquiera clasificarlos. Es más, ni les importaba hacerlo. Solo disfrutaban de verlos y crearlos. Y disfrutaban de verse.Por eso es que además de colores tenían más de un millón de espejos, o muchos, muchos más quizá; en realidad, hace ya muchos años que perdieron la cuenta. Toda persona llevaba unos cuantos espejos en su bolsillo, por si, en caso de que fuese necesario, tuvieran al alcance la posibilidad de verse reflejados. Era así como entonces sacaban el espejo, lo colocaban en algún sitio, en alguna posición determinada, y se contemplaban, admirándose. Era un disfrute extraño, lo explicaban como una sensación de rabia y erotismo a la vez, producto de una fascinación y envidia por la perfección de la imagen.Entonces, luego de verse, el espejo debería quedar allí para siempre, en orden de que otros también pudieran verse si es que pasaban frente al mismo. Así el pueblo se fue colmando de espejos, y al cabo de unos años, se llegó al punto de que uno no podía caminar por allí sin dejar de verse por doquier, viéndose entonces, casi exclusivamente a sí mismo. Más adelante, incluso las vestimentas se hicieron de espejos, permitiendo de esta forma que cada uno viera su propio reflejo en el otro, o mejor dicho, que otro le devuelva su propia imagen, perfecta, completa.
Aquí las personas también querían ser felices. Y si bien no tenían la certeza de cómo hacerlo, creían firmemente en que, tanto la adoración y perfección de la propia imagen, como el individualismo a ultranza, y “cultivar supropio jardín de forma imaginaria”, los llevaría a buen puerto.
Tenían la necesidad de verse, para sentirse reales, para sentirse, para no desintegrarse. Existía allí la creencia de que si alguien dejara de mirarse (es decir, si el otro, como espejo, no le devolviera su propia imagen), perdería la conciencia de sí mismo. Se vería arrojado al mundo animal, desprovisto de sentido, sin capacidad de razonamiento o reflexión alguna. Sin pulsión, por ende sin capacidad de pensarse feliz, lo que los dejaría entonces, desprovistos de poder serlo (felices).
Cada individuo sentía la necesidad de ser confirmado por la devolución especular de su propia imagen, por eso, nadie se atrevía a esconder, y menos a romper, un espejo; como así también era impensable dejar de usar las vestimentas. Tanto así era, que llegó a legislarse la cuestión, estableciendo el derecho a ser confirmado por el otro como espejo, como un derecho humano universal (en el pueblo, claro). Se estableció así una comunidad que bajo el lema de: la cooperación, la solidaridad especular para con el otro, y la primordial necesidad de confirmación individual; pretendía acceder al camino de la felicidad, y así alcanzarla.
El Señor F los creyó a todos una manga de locos. “Esta gente no es feliz, vive un delirio”, le dijo a su amigo una vez que estuvieron de vuelta en el tren. Y agregó: “Lo peor es que ni siquiera se dan cuenta, que triste. Pero claro, es evidente, que quien comparte el delirio, naturalmente, no lo discierna como tal”.
Continuaron su viaje, jugando a las cartas, leyendo el diario, y observando señoritas que circulaban por el pasillo. Al cabo de dos horas, llegaron al siguiente pueblo.
En este pueblo se destacabael hecho de que todxs usaban máscaras, allí nadie muestra su rostro tal cual es. Lo curioso es que si un observador ajeno preguntara acerca del porqué del uso de las máscaras, los habitantes responderíansiempre con la misma pregunta “¿Máscaras, de qué máscaras habla usted? Este es mi verdadero rostro, nadie usa máscaras aquí”.
En este pueblo todos parecían ser felices. Como les dije, la cuestión de la felicidad es algo que el Señor F siempre había considerado como una utopía, pero que sin embargo no resignaba. Durante el tiempo que permaneció sentado en uno de los bancos de la plaza principal, la misma se fue poblando de gente, que iba y venía de manera fugaz. Le llamó poderosamente la atención el hecho de que en cada encuentro entre dos personas, siempre se producía exactamente el mismo diálogo, que era algo más o menos así:
- Hola, ¿cómo estás?
- Bien ¿vos?
- Bien, bien.
- Bueno, me alegro.
Inmediatamente después, los conocidos se despedían. Toda esta situación, al Señor F le resultó sospechosa. “¿Cómo es que todo el mundo aquí esta tan bien?”, se preguntó, “¿Es que nadie está triste, nadie se angustia?”. Es evidente que sentía gran desconfianza acerca de la sinceridad de la respuesta. A su vez, el mismo sentimiento lo abordaba con respecto a la sinceridad en la pregunta. Pensó que quizá los que preguntaban solo lo hacían porque creían que de no hacerlo, los considerarían descorteses, y que aquellos que respondían lo hacían solo para devolver la cortesía, para no quedar como unos groseros. Entonces la pregunta fue para el Señor F ineludible: “¿Será que en realidad aquí a nadie le importa un comino cómo está el otro? ¿Ocurrirá también, que a nadie le interesa transparentar sus sentimientos? Pero... ¡¿Es que todos fingen aquí?!Esta gente no es feliz, son todos impostores”.
Enfadado, el Señor F se retiró hacia la estación de tren para marcharse del pueblo. Una vez en el tren, cuando los amigos se dirigían a descansar a su camarote, un vendedor de golosinas los interceptó: “¡Que tal mi amigo! Veo que viene del pueblo vecino. Imagino que habrá notado que allí no se vive de forma auténtica, que todos fingen. Pero no se aflija compañero, no es con usted, y tampoco son mala gente. Vera, ocurre que son pobres diablos en realidad, víctimas de una cosa que ellos mismos inventaron y de la cual, por más que intenten, ya no pueden salir, y nunca podrán de hecho. La llaman “cultura” (lo dice con tono misterioso). Al parecer, se fundó en un comienzo como un intento de protegerse de la indefensión ante la naturaleza y de regular las acciones entre los humanos. Eso era al menos en sus orígenes. Pero hoy, la cuestión se ha vuelto harto más compleja. Tan complicada, que ya nadie conoce el “por qué” y el “para qué” de su existencia, sino que simplemente se encuentran presos y alienados en ella. La cultura les impone una forma de vivir, de sentir, de creer y de hacer las cosas. Los reprime a un punto tal, que los infelices sienten culpa por el solo hecho de desear o fantasear con aquello que está prohibido. Pero no se preocupe, no es el único pueblo que usted ha de conocer. Le recomiendo que visite “Pervertere”, está a solo 10 km de aquí. Le aseguro que allí no encontrará cuestión tan penosa como eso del sentimiento de culpa, o la represión.
En Pervertere podían encontrarse todo tipo de rarezas, pero de las cuales nadie dudaría ni por un segundo de su autenticidad. El otro Señor F, que había permanecido oculto durante la visita a los dos primeros pueblos pueblos, no vio obstáculo alguno ahora, para salir a tomar un poco de aire fresco, sin tener que reparar en la mirada juzgadora de los demás. Un lugar que pretendía regirse por un principio de puro placer.
Se consideraba un absurdo la necesidad de establecer una ética o moral ordenadora y represora, en tanto que el bien y el mal, como conceptos, quedarían aquí huérfanos de sentido. La única ética posible sería la de dar rienda suelta al deseo. Sin cuestionarse, sin complicarse, todo al servicio de la satisfacción.
En la entrada al pueblo, un gran arco de hormigón que cruzaba por encima del ancho empedrado de ingreso, contenía, de forma un tanto desdibujada, la siguiente leyenda:
“Bienvenido al lugar de sus sueños, donde la culpa y la insatisfacción son pablaras de un lengua extranjera. Un sitio donde la fantasía, se hace realidad”.
Los amigos estaban ansiosos por entrar. No podían esperar para conocer este maravilloso y excitante pueblo. Todo tipo de fantasías comenzaban a pasar por su cabeza. El otro Señor F, totalmente tenso, se posicionó en un ángulo de 45° (la sangre corría por sus venas), mirada al frente, e impulsó al Señor F a adentrarse en el pueblo a toda velocidad.
Al llegar a la plaza del pueblo, quedaron estupefactos. Miraban para todas partes, contrariados, como buscando algo. Es que no había nadie allí, ni un alma. En lugar de un paraíso, encontraron un pueblo en ruinas, olvidado, devorado por la naturaleza. Manchas de sangre a cada paso, lejos se alojaba la posibilidad de que allí haya alguna vez reinado el placer.
Al salir, el Señor F observó que el mismo cartel que había leído antes de entrar, tenía del lado inverso escrito otro mensaje:
“Usted visitó, Pervertere. Un pueblo donde el egoísmo, la preponderancia del deseo individual por sobre el colectivo, la anarquía generalizada, y en definitiva, la ausencia de cultura, acabaron por fagocitar la ilusión de un mundo de puro placer.”
El Señor F se sintió frustrado, angustiado, confundido,en fin,estúpidamente engañado. Creyó que aquello que buscaba estaba a un paso, que la alcanzaría. Ambos amigos volvieron al tren, y durante largo rato permanecieron callados, hasta que el Señor F interrumpió el silencio y entre sollozos, pronuncio:
“¡Oh felicidad!, cuanto te anhelo. Sé que es inútil pensarlo, pero si tan solosupieras cuanto me haces falta. ¿Qué debo hacer? ¿Hacia dónde se dirige este camino? Si pudieras resignar tu indiferencia, tu misterio, y te presentarás por tan solo un día frente a mí ¿me abrazarías, me besarías, haríamos el amor? Cuan feliz me harías, felicidad. ¿Cómo hueles, como vistes, cómo miran tus ojos? Oh, condenado estoy, a buscarte, a desearte, a tu ausencia.¡Oh felicidad!, que ha de ser de mí, sin ti...¡Oh felicidad!, que ha de ser de ti, sin mi”.
Luego comenzó a llorar desconsoladamente. El vendedor de golosinas, que habíapermanecido detrás de la puerta del camarote, escuchando toda la cosa, entró, se sentó junto a él, y tiernamente le dijo:
“Querido amigo, la felicidad no existe como tal, pero no deje de buscarla, porque en el momento que lo haga, estará muerto. La felicidad es aquello que lo mantiene con vida. Vera usted, no importa lo que la felicidad “es”, lo que importa es lo que “no es”, “no es nada, no existe”.
Por lo tanto, es, indefectiblemente inalcanzable. Y eso es, precisamente, lo que hace que tanto la deseemos. Eso es, justamente, lo que vuelve al deseo inagotable, lo que nos mantiene en movimiento, lo que nos aleja del nirvana, de la muerte. Porque no es la muerte la cuestión última del ser humano, como muchos creen. Es la primera. Ella nos acompaña a cada instante, siempre a nuestro lado, no hay nada imposible ahí. Piénselo, cualquier idiota podría acceder a ella sin mayores esfuerzos. Pero la felicidad… ¡Oh mi amigo! (risas) Eso sí que es de difícil acceso. ¡Búsquela, búsquela bien! Pues le aseguro que no la encontrara. No es más que una ilusión, en pura potencia. Una falacia necesaria, que nos construimos para intentar ignorar a quien es en realidad nuestra única y más fiel compañera. Esa es, mi amigo, la muerte.
NOTA: Un instante después de escribir esto, el deseo más fuerte que me adviene, no es sino otro, que el de ser feliz.
Baltasar Cruz es estudiante de Psicología y actor. Se define a sí mismo como "una persona que disfruta del arte, y que cree que el desafío más hermoso y más fundamental es esforzarse constantemente por internar comprender al otro. Desde la empatía y el amor". "Señor F" es su primera producción literaria.
Muy bueno!!!! Exitos!!!!
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