viernes, 9 de septiembre de 2016

La soledad del Outsider (por José Luis Galar)

"El camino solitario", por Alexander Mann

Soledad es una palabra que se me antoja muy equilibrada en ­cuanto a significado y fonética. Sobre todo si la pronuncio en voz alta, deteniéndome un poco, solo lo justo, sin histrionismos, en cada una de sus sílabas… so-le-dad. Se me representa como una persona a contraluz, llena de paz interior, sentada sobre una piedra, ­contemplando una puesta de sol tras las montañas.
Resultaría aquí prolijo inventariar los distintos caminos que llevan a las diferentes «soledades». Se habla de la «soledad del mando», de la soledad del «corredor de fondo», de la soledad «del vencido», de un sinfín de soledades. Es posible que todas tengan un denominador común, no lo sé.
De entre todas ellas elijo para esta página la soledad del outsider. La persona que decide vivir como un verso libre tal y como recoge la letra de la canción My Way, negándose a adoptar los criterios tribales a cambio de cosechar réditos directos e inmediatos de todo tipo —sociales, económicos, afectivos, etcétera—. Decía Pessoa en su Libro del desasosiego «Pertenezco, sin embargo, a aquel género de hombres que siempre están al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo sólo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay al lado».
Cuando el outsider escoge vivir con un criterio elaborado a través de un análisis honesto en lugar de envidias mezquinas, delirios paranoides o corporativismos gregarios —muy dados en algunas profesiones o ideologías— debe ser consciente de que se ha decantado por una existencia social cada vez más solitaria, ya que su postura suele provocar hosca indiferencia o directa hostilidad en quienes se muestran intolerantes con los planteamientos no tribales.
Cuando el outsider se consagra a la senda del criterio ­personal frente a las tesis imperantes evitando en lo posible comulgar con ruedas de molino: ha optado por la elección de uno de los mejores caminos para entrar en clausura social.
Y es que la tribu —cualquier tribu— desdeña a los outsiders porque escapan a su influencia y se niegan a formar parte de su corte de tiralevitas. El grupo desprecia a los outsiders porque declinan deglutir la papilla nutricia que cocina el clan para que sus miembros la tomen profiriendo grandes alabanzas a los cocineros. Y esto les irrita. Sin embargo, si se observa con atención se puede ver mucha más gente de la que parece situada por voluntad propia en «los grandes espacios en blanco que hay al lado». Gente que no necesita la autoafirmación permanente y exhibicionista que la tribu ofrece, porque se han dado cuenta que el clan no hace compañía aunque sean muchos, solo aturde.
La soledad del outsider es lúcida, voluntaria y siente que merece la pena padecerla para ir en busca de esa isla serena donde poder conversar sin tener que achatar la individualidad para ser aceptado por los grupúsculos con complejo de pilón —casi siempre con origen en un complejo de inferioridad o en una ridícula conciencia de clase—. La soledad que soporta el outsider casi siempre es un tónico que le fortalece porque se ha ungido con el crisma que Santo Tomás de Aquino dejó en la Suma Teológica «iluminar es preferible a brillar», y su recompensa es poder cantar: «The record shows I took the blows, and did it my way...» o si lo prefieren « Mi historia muestra que asumí los golpes, y lo hice todo a mi manera...»

José Luis Galar

Texto publicado originalmente en "Spend in", Lifestyle Magazine. 

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