"La Bohemia", William Adolphe Borguereau, 1890
Elogio de la vida bohemia
Bienaventurados los bohemios, porque ellos heredarán el reino de la libertad creativa.
La vida bohemia aspira a la alegría de vivir, despreocupada de todo aquello que ata al ser humano a imposiciones sociales y a mandatos externos. Gusta de las buenas compañías, del enriquecimiento intelectual y de los pequeños placeres que exaltan la vida del espíritu, siempre enemiga de la superficialidad.
La palabra Bohemia tiene su origen en los gitanos que llegaban a vivir a la Francia romántica entre los años 1820 y 1840, provenientes de Bohemia (hoy República Checa). Su estilo de vida en la sociedad francesa, allá a mediados del siglo XIX, inspiró un movimiento cultural inédito, expresado en distintas obras teatrales y literarias. De hábitos noctámbulos, la gente bohemia vivía en la noche, paseando por los cafés y los bulevares de la ciudad, ansiosos por nuevas experiencias, y generalmente con poco dinero en los bolsillos. La identificación de la vida bohemia con la ciudad que la vio nacer era tal, que en palabras chauvinistas del escritor Henri Murger, “la bohemia no es posible sino en París”.
De hecho, dos fueron los barrios parisinos que dieron hogar a la vida bohemia: Montmartre, lugar de pintores famosos como Toulouse-Lautrec, quien inmortalizó a las bailarinas de can can del Moulin Rouge, y el Barrio Latino, adonde se reunían los jóvenes del mundo que soñaban con la bohemia como el lugar idílico para su creatividad artística.
En un interesante ensayo de Luis Arturo Hernández y Javier Hérnandez, titulado Contraluces de Bohemia, se puede leer una curiosa explicación de los orígenes de la palabra bohemio: “El bohemio, descendiente de los antiguos bohemos, gitanos pertenecientes a las tribus de los boyos que en Bohemia recibieron el nombre de «bojove», -gentilicio checo en el que bien podrían haber confluido, como si de clanes semánticos se tratara, las voces «boj» (guerra) y «buh» (dios), que en una regresión etimológica hacia su origen inicial y remoto en la India viene del término persa «baga» (Dios), de donde procede Bagdád (lo dado por Dios), que proviene a su vez del indi, lengua en la que significa alimento («bhaga»)-, pueblo nómada indoeuropeo de errabundos impenitentes que vagaban por el corazón de esta península de Asia que es Europa y perseguido hoy en día por los propios bohemios de origen eslavo con un encarnizamiento de perros de presa, atrapados en la paradójica paranoia de intentar atrapar, como la pescadilla que se muerde la cola, la propia sombra de Bohemia."
Lo cierto es que sin llegar a los límites de la Generación Hambrienta, y con un pie en la clase obrera y otro en la burguesía a la que desafiaban, los bohemios fueron configurando una estética de vida que devino en arte del buen vivir, sintetizando una actitud rebelde e inconformista, de desafío y amoralidad.
Para el escritor del Novecentismo español Antonio Espina, la bohemia no se trataría de otra cosa que de “miseria disimulada con cierta belleza, hambre sobrellevada con humorismo”. Caracterización la cual, a pesar de su dosis de crítica, torna evidente la separación constitutiva de este movimiento como un modelo más de la alternativa social.
El hippismo, que emergería en su versión contemporánea en los años 60´del siglo XX, bebería según algunos historiadores, de la fuente de la bohemia parisina de aquel entonces. De hecho, unos y otros comparten tres rasgos característicos en su actitud vital:
1) El rechazo a la propiedad privada y al materialismo, junto a la actitud de vida nómade, “hoy aquí, mañana allá”.
2) El rechazo a la estricta moral burguesa convencional. Defendiendo, contrariamente, la plena libertad de acción, especialmente en la esfera sexual.
3) El desprecio a las riquezas materiales, adhiriendo a una vida orientada exclusivamente al goce de las artes y a la fidelidad a las pasiones interiores, despreocupándose de la seguridad económica.
En el año 2004, la escritora norteamericana Laren Stover dió a conocer un manifiesto bohemio, donde exaltó las peculiaridades de esa actitud ante la vida. En ese mismo texto, además, llegó a diferenciar cinco tipos de personas bohemias:
2. El Bohemio Beat– los sin dinero, también vagabundos, en busca de la utopía y de espíritu libre.
3. El Bohemio Zen– de estilo orientalista, más interesados en la espiritualidad que en el arte.
4. El Bohemio Dandy– sin dinero, pero tratando de simular su posesión. Urbanos, íntimamente disconformes consigo mismos, algo antisociales y a menudo frustrados vitalmente
5. El Bohemio Nouveau– aquellos quizás más característicos del mundo actual, en los cuales la ideología tradicional bohemia se presenta en armonía con la cultura contemporánea, sin perder de vista por ello los principios básicos-el glamour, el arte, la no conformidad. Salvo un detalle: tienen cash a su disposición.
Bienaventurados los bohemios, porque ellos serán llamados hijos de la Libertad.
El sistema político y económico en el cual estamos insertos fogonea permanentemente para que elevemos nuestras expectativas y nuestro afán de consumo. Sin embargo, quizás no exista, por esa vía, camino más seguro a la insatisfacción permanente, toda vez que la obtención de un determinado producto es siempre provisoria, y está condenada a ceder su lugar al ansía de una “nueva” y “mejor” mercancía por venir. Nos olvidamos rápidamente que para vivir con dignidad, y disfrutar al mismo tiempo de los pequeños placeres que la vida nos ofrece día a día, necesitamos mucho menos de lo que la Mátrix que habitamos nos impulsa a desear. Bastaría solamente recordar como era posible la vida décadas atrás, sin tanto apasionamiento por lo novedoso por el mero hecho de ser nuevo. Al permitir que el tener invada nuestra dimensión subjetiva y se convierta en el eje orientador de nuestras cogniciones, ideas, y proyectos de vida, inevitablemente vamos conformando un carácter de acuerdo a esa premisa, reflejo de un profundo vacío a nivel existencial.
Si como afirma Virginia Nicholson los bohemios actuales “se definen a sí mismos y son definidos por otros como aquellos que no pertenecen, que no se ajustan a las reglas del común", quizás, lejos de ser esta una crítica a la desviación, pueda leerse, ante todo, como el elogio de una apuesta por una vida conforme a los impulsos más propios y auténticos de aquel que exhibe el coraje de decir que no frente a las imposiciones normalizantes de la mercadotecnia.
La crítica a las modernas tecnologías, con todo lo que de positivo le han traído al hombre, constituye una pieza infaltable en este rompecabezas. Quizás más bien debiéramos hablar de una crítica de su uso cotidiano, ya que en tanto herramientas, las nuevas tecnologías nos abren un mundo de posibilidades casi infinitas si son usadas inteligentemente. Lo contrario, ya lo advirtió Martin Heidegger, bien podría embotarnos de manera que ya no ayude, sino que por el contrario, limite nuestro conocimiento y nuestras facultades creativas. En su ensayo "Sobre la cuestión de la tecnología", tratado del período mediano-tardío de su obra, expuso una serie de argumentos que fueron fundamento de su pesimismo en torno a la era de la técnica moderna. Su concepción de la tecnología moderna como "manufactura" que emplea no sólo los recursos de naturaleza, sino que termina finalmente manipulando a la propia humanidad, debería tenerse presente como recordatorio de la deshumanización que nos puede deparar el final del túnel si perdemos de vista el valor de uso de estas herramientas, siempre que son reducidas a su mero valor de consumo, que en el camino, nos termina consumiendo a nosotros.
Si como afirma Virginia Nicholson los bohemios actuales “se definen a sí mismos y son definidos por otros como aquellos que no pertenecen, que no se ajustan a las reglas del común", quizás, lejos de ser esta una crítica a la desviación, pueda leerse, ante todo, como el elogio de una apuesta por una vida conforme a los impulsos más propios y auténticos de aquel que exhibe el coraje de decir que no frente a las imposiciones normalizantes de la mercadotecnia.
La crítica a las modernas tecnologías, con todo lo que de positivo le han traído al hombre, constituye una pieza infaltable en este rompecabezas. Quizás más bien debiéramos hablar de una crítica de su uso cotidiano, ya que en tanto herramientas, las nuevas tecnologías nos abren un mundo de posibilidades casi infinitas si son usadas inteligentemente. Lo contrario, ya lo advirtió Martin Heidegger, bien podría embotarnos de manera que ya no ayude, sino que por el contrario, limite nuestro conocimiento y nuestras facultades creativas. En su ensayo "Sobre la cuestión de la tecnología", tratado del período mediano-tardío de su obra, expuso una serie de argumentos que fueron fundamento de su pesimismo en torno a la era de la técnica moderna. Su concepción de la tecnología moderna como "manufactura" que emplea no sólo los recursos de naturaleza, sino que termina finalmente manipulando a la propia humanidad, debería tenerse presente como recordatorio de la deshumanización que nos puede deparar el final del túnel si perdemos de vista el valor de uso de estas herramientas, siempre que son reducidas a su mero valor de consumo, que en el camino, nos termina consumiendo a nosotros.
Pero si la tecnología y sus productos pueden ser, mal utilizados, obstáculos a nuestro desarrollo creativo y a una vida verdaderamente rica y auténtica, no menores (y en realidad parte del mismo combo mortífero) son los peligros que acechan frente a la voracidad fagocitadora del sistema. Nacen así, bajo el amparo de la tiranía del mercado del que aquellos añorados bohemios pretendieron escapar, los sociológicamente denominados Bobos, o Burgeois Bohemian (burgueses bohemios), uno de los últimos, y más tristes ejemplos de oxímoron. Personas conformistas pero tolerantes, “ricos de clase obrera”, que consumen productos caros y exóticos, muchos de ellos herederos de los viejos yuppies, disfrutando de una vida libre y relajada pero sin la actitud desprendida e indiferente hacia las redes del materialismo. Digno complemento del hippie con Osde puesto tan de moda (y convertido en moda) en nuestros tiempos. Los Bobos (¡la abreviatura no me pertenece!) son la expresión más patente de que las contradicciones culturales del capitalismo y la enorme brecha entre burgueses y otrora bohemios tiene certificado de defunción bajo el amparo de la Mátrix. Al constituirse en categoría sociológica para describir un grupo emergente de la moderna sociedad de consumo, se pone de manifiesto que fácil resulta para el sistema trivializar elementos de trascendencia al medirlos únicamente por su puesta en boga y su masivo seguimiento. Sin embargo, y en el fondo, el centro medular existencial de muchos Bobos se basa en un preámbulo insustancial, en el cual la homogeneidad entre ellos como santo y seña, la vulgarización de lo profundo en una significación de importancia asentada y justificada en la moda pasajera son las únicas (y seguras) verdades de tantas vidas despersonalizadas.
Bienaventurados los auténticos bohemios, porque ellos serán saciados con el fruto de la autenticidad.
Conformismo y bohemia son irreconciliables. La bohemia evoca el romance de la vida de un vagabundo autoexiliado, en búsqueda perpetua. La filosofía del vagabundo, decía Camilo José Cela, se apoya en la no necesidad de nada y en el buen talante de aceptar la vida sin queja alguna. Por eso vagabundos, bohemios y taoístas se llevan siempre bien, dondequiera que se encuentren. Son espíritus afines, en comunión cercana de ideales.
Bohemios y vagabundos se asemejan, además, en su elogio a la vida callejera, al devenir paseante. No en vano, una de las figuras estéticas heredadas de la tradición bohemia parisina es la del flaneur, el viajero sin rumbo ni objetivo, abierto a todas las viscisitudes e impresiones que le salen al paso.
En “El pintor de la vida moderna”, Baudelaire ensaya una descripción estética de este personaje: “La multitud es su elemento, como el aire para los pájaros y el agua para los peces. Su pasión y su profesión le llevan a hacerse una sola carne con la multitud. Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito. Estar lejos del hogar y aun así sentirse en casa en cualquier parte, contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar desapercibido —tales son los pequeños placeres de estos espíritus independientes, apasionados, incorruptibles, que la lengua apenas alcanza a definir torpemente. El espectador es un príncipe que vaya donde vaya se regocija en su anonimato. El amante de la vida hace del mundo entero su familia, del mismo modo que el amante del bello sexo aumenta su familia con todas las bellezas que alguna vez conoció, accesibles e inaccesibles, o como el amante de imágenes vive en una sociedad mágica de sueños pintados sobre un lienzo. Así, el amante de la vida universal penetra en la multitud como un inmenso cúmulo de energía eléctrica. O podríamos verle como un espejo tan grande como la propia multitud, un caleidoscopio dotado de conciencia, que en cada uno de sus movimientos reproduce la multiplicidad de la vida, la gracia intermitente de todos los fragmentos de la vida”.
Vagar sin rumbo, predilecta actividad del flaneur, que en un mundo frenético y utilitario en el cual todo debe hacerse por y para algo en concreto, se convierte así en un pequeño acto individual de subversión.
Caminar a la deriva puede entenderse, además, de otras distintas formas: como confesión de la falta de solvencia económica para trasladarse por otros medios, como desinterés por la prisa de llegar a destino, o bien como el rechazo a los medios de transporte prácticos y funcionales (automóviles y colectivos) o incluso cooles, como la hoy tan de moda bicicleta.
Además, el acto de caminar constituye, en sí, una actividad existencialmente estética cuando es practicada de manera consciente, ya que privilegia la espontaneidad y la soltura por sobre otras consideraciones programáticas, desentendiéndose de orígenes y destinos. Lo único real es el trayecto, el camino natural y enigmáticamente “elegido”.
Bienaventurados los bohemios vagabundos, porque ellos viven en el corazón del Camino.
La pretensión omniabarcante del sistema, siempre existosa cuando convierte una actitud inconformista en una moda pasible de consumo, choca de frente con la búsqueda de la íntima singularización vital, que por ser propia, es siempre original.
Sin embargo, lejos de lo que postulan la moda y el mercado, ser original poco y nada tiene que ver con las apariencias, sino, y ante todo, con nuestra capacidad para ser sinceros con nosotros mismos.
Conformismo y bohemia son irreconciliables. La bohemia evoca el romance de la vida de un vagabundo autoexiliado, en búsqueda perpetua. La filosofía del vagabundo, decía Camilo José Cela, se apoya en la no necesidad de nada y en el buen talante de aceptar la vida sin queja alguna. Por eso vagabundos, bohemios y taoístas se llevan siempre bien, dondequiera que se encuentren. Son espíritus afines, en comunión cercana de ideales.
Bohemios y vagabundos se asemejan, además, en su elogio a la vida callejera, al devenir paseante. No en vano, una de las figuras estéticas heredadas de la tradición bohemia parisina es la del flaneur, el viajero sin rumbo ni objetivo, abierto a todas las viscisitudes e impresiones que le salen al paso.
En “El pintor de la vida moderna”, Baudelaire ensaya una descripción estética de este personaje: “La multitud es su elemento, como el aire para los pájaros y el agua para los peces. Su pasión y su profesión le llevan a hacerse una sola carne con la multitud. Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito. Estar lejos del hogar y aun así sentirse en casa en cualquier parte, contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar desapercibido —tales son los pequeños placeres de estos espíritus independientes, apasionados, incorruptibles, que la lengua apenas alcanza a definir torpemente. El espectador es un príncipe que vaya donde vaya se regocija en su anonimato. El amante de la vida hace del mundo entero su familia, del mismo modo que el amante del bello sexo aumenta su familia con todas las bellezas que alguna vez conoció, accesibles e inaccesibles, o como el amante de imágenes vive en una sociedad mágica de sueños pintados sobre un lienzo. Así, el amante de la vida universal penetra en la multitud como un inmenso cúmulo de energía eléctrica. O podríamos verle como un espejo tan grande como la propia multitud, un caleidoscopio dotado de conciencia, que en cada uno de sus movimientos reproduce la multiplicidad de la vida, la gracia intermitente de todos los fragmentos de la vida”.
Vagar sin rumbo, predilecta actividad del flaneur, que en un mundo frenético y utilitario en el cual todo debe hacerse por y para algo en concreto, se convierte así en un pequeño acto individual de subversión.
Caminar a la deriva puede entenderse, además, de otras distintas formas: como confesión de la falta de solvencia económica para trasladarse por otros medios, como desinterés por la prisa de llegar a destino, o bien como el rechazo a los medios de transporte prácticos y funcionales (automóviles y colectivos) o incluso cooles, como la hoy tan de moda bicicleta.
Además, el acto de caminar constituye, en sí, una actividad existencialmente estética cuando es practicada de manera consciente, ya que privilegia la espontaneidad y la soltura por sobre otras consideraciones programáticas, desentendiéndose de orígenes y destinos. Lo único real es el trayecto, el camino natural y enigmáticamente “elegido”.
Bienaventurados los bohemios vagabundos, porque ellos viven en el corazón del Camino.
La pretensión omniabarcante del sistema, siempre existosa cuando convierte una actitud inconformista en una moda pasible de consumo, choca de frente con la búsqueda de la íntima singularización vital, que por ser propia, es siempre original.
Sin embargo, lejos de lo que postulan la moda y el mercado, ser original poco y nada tiene que ver con las apariencias, sino, y ante todo, con nuestra capacidad para ser sinceros con nosotros mismos.
El consumismo, además de esclavizarnos con la promesa imposible de alcanzar una felicidad que nunca llega, propone que la libertad auténtica radica en la posibilidad de decidir qué productos o servicios adquirir. Así, por esta vía, la libertad de elección al consumir se traduce en el máximo activo de nuestra identidad. Identidad que, para ser constituida (siempre bajo la premisa consumista) nos impondría la necesidad de distinguirnos por medio de nuestras decisiones de consumo. Consumo que nos llevaría en dirección a nuestro ser auténtico, convirtiéndonos en personas “originales”, distintas del resto. Eso sí, con una pequeña salvedad no siempre advertida: en tanto consumidores permanecemos iguales a los demás, ya que el mercado nos uniforma. De esta manera, se derrumba la vana esperanza de individuación, siendo que aquello que se erigía como garante de la originalidad deseada, no se revela sino como la trampa que nos ofrece una ilusión que no puede cumplir.
Valdría mejor citar la fórmula propuesta por el escritor inglés Jason Horsley respecto a la creatividad, verdadero fundamento para toda vida que aspire al despliegue de la originalidad propia. Es la que dice que creatividad = espontaneidad + honestidad. Escuchar con atención la voz que nos habla desde dentro, que por ser nuestra es única, practicando una sana epojé que ejercite el poner entre paréntesis la multitud de mandatos, temores, imperativos que nos rodean social y psicológicamente, es el camino más auténtico para desarrollar una narrativa vital propia, verdaderamente libre y ajena a las dictaduras sutiles a las que cotidiana (y estructuralmente) estamos arraigados. En otras palabras, cuanto más nos esforcemos para ser originales, mayor es la probabilidad de que en ese camino, terminemos adoptando las múltiples ofertas que el sistema nos brinda para ello. Las que, en última instancia, no terminarán sino asimilándonos a alguna de las distintas tribus y colectivos sociales que, en aras de la originalidad, decretan su defunción. Quizás, por el contrario, el mejor camino sea acaso el más simple: para ser original, lo mejor es no intentarlo. Wu Wei dirían los chinos, pura espontaneidad taoísta.
Si como decía el Demian de Herman Hesse: “la vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo, el esbozo de un sendero”; no habría que olvidar, sin embargo, que la apuesta radical por la plenitud estética de la vida (a la cual los bohemios hicieron tanto honor) no está exenta de riesgos. Y es que una vez que uno elige las cartas con las cuales jugará la partida de su viaje existencial, ya no es gratuito renunciar mirando hacia atrás. "Por eso la mayoría de los seres humanos vive tan irrealmente; porque creen que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse. Se puede ser muy feliz así, desde luego. Pero cuando se conoce lo otro, ya no se puede elegir el camino de la mayoría. Sinclair, el camino de la mayoría es fácil, el nuestro es difícil. Caminemos."
Bienaventurados sean entonces los bohemios, porque ellos recorrerán el sendero de la autenticidad plena.
Valdría mejor citar la fórmula propuesta por el escritor inglés Jason Horsley respecto a la creatividad, verdadero fundamento para toda vida que aspire al despliegue de la originalidad propia. Es la que dice que creatividad = espontaneidad + honestidad. Escuchar con atención la voz que nos habla desde dentro, que por ser nuestra es única, practicando una sana epojé que ejercite el poner entre paréntesis la multitud de mandatos, temores, imperativos que nos rodean social y psicológicamente, es el camino más auténtico para desarrollar una narrativa vital propia, verdaderamente libre y ajena a las dictaduras sutiles a las que cotidiana (y estructuralmente) estamos arraigados. En otras palabras, cuanto más nos esforcemos para ser originales, mayor es la probabilidad de que en ese camino, terminemos adoptando las múltiples ofertas que el sistema nos brinda para ello. Las que, en última instancia, no terminarán sino asimilándonos a alguna de las distintas tribus y colectivos sociales que, en aras de la originalidad, decretan su defunción. Quizás, por el contrario, el mejor camino sea acaso el más simple: para ser original, lo mejor es no intentarlo. Wu Wei dirían los chinos, pura espontaneidad taoísta.
Si como decía el Demian de Herman Hesse: “la vida de cada hombre es un camino hacia sí mismo, el esbozo de un sendero”; no habría que olvidar, sin embargo, que la apuesta radical por la plenitud estética de la vida (a la cual los bohemios hicieron tanto honor) no está exenta de riesgos. Y es que una vez que uno elige las cartas con las cuales jugará la partida de su viaje existencial, ya no es gratuito renunciar mirando hacia atrás. "Por eso la mayoría de los seres humanos vive tan irrealmente; porque creen que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse. Se puede ser muy feliz así, desde luego. Pero cuando se conoce lo otro, ya no se puede elegir el camino de la mayoría. Sinclair, el camino de la mayoría es fácil, el nuestro es difícil. Caminemos."
Bienaventurados sean entonces los bohemios, porque ellos recorrerán el sendero de la autenticidad plena.
Escrito en Agosto de 2016 (protegido por derechos de autor)
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