viernes, 1 de septiembre de 2017

La muerte y los duelos

"El primer duelo", William Adolphe Bouguereau, 1888.

"La muerte y los duelos", por Alfredo Moffatt 

El tema al que me referiré es muy delicado, porque en nuestra cultura occidental es muy negado, ya que la muerte es considerada sólo un accidente inesperado que es necesario ocultar. Pero es un tema que condiciona toda la vida, la creatividad, el arte, y todo lo que hace soportable la circunstancia ineludible del ser humano de estar “viviendo para morir”, lo cual es un tema esencial de la filosofía, la finitud.

Otro tema ligado a la muerte es el duelo del que se queda, porque cuando alguien se muere estamos obligados a elaborar lo que se llama el duelo que es juntar todas las circunstancias vividas con aquel que ya no está, y construir la memoria del ausente, en adelante, a esa persona la guardamos en nuestra mente. Esto se llama introyectar al muerto.

El pasado y el futuro son los dos espacios de lo imaginario. El pasado siempre es añoranza porque se nos va lo que conocemos, como, por ejemplo, nuestro cuerpo chiquito de la infancia, o nuestros padres. Siempre estamos perdiendo algo, y tenemos que acostumbrarnos a ello y a despedirnos, o sea, a elaborar duelos. No sólo de las personas, sino de las cosas: el trabajo de duelo es una función básica. Un depresivo se puede definir como la persona que no aprendió a despedirse, a decir “Chau, mi cuerpo infantil” o “Chau, mamá”. También hay despedidas extremadamente dolorosas, como ese chau que viene a contramano: “Chau, hijo mío”.

Tenemos que aprender la ceremonia de la despedida, que es el duelo. Yo he viajado mucho y a lugares extraños, generalmente; por ejemplo, he estado con indios en el Amazonas, en Estados Unidos, en lugares muy marginales, como el Bronx, y más tarde en la India. En estos lugares yo percibí distintas formas de resolver esto de la despedida.

El duelo principal es el de un vínculo, y, en especial, como el más doloroso, el de la pareja, que es muy difícil, porque quedamos reducidos a la mitad, ya que nosotros existimos dentro del vínculo como una mitad.

El vínculo es lo que da sentido a las cosas, como, por ejemplo, la casa donde vivíamos con la otra persona, o el barrio, o la confitería donde íbamos, y todo pierde sentido sin la otra persona. En los primeros momentos, el duelo se convierte en motivo de consulta al pedir ayuda psicológica, y la muerte también es un momento agudo para el que queda vivo.

Conceptualmente, hay dos tipos de muerte: la inesperada y la anunciada. Ésta, como es el caso de una enfermedad terminal, permite la elaboración del duelo en la otra persona. Pero la inesperada, como un ataque cardíaco, por ejemplo, deja en el aire cierta cantidad de diálogos y explicaciones que no se pudieron resolver, y cuantos más sean estos, más difícil será el duelo. En este caso, una forma de ayudar en terapia, al que hace el duelo, es evocar imaginariamente a la otra persona, y generar las condiciones para que pueda dialogar con ese otro que tiene adentro, el que está introyectado en él. Así, podemos hablar con un padre muerto, un esposo, o una esposa, porque los llevamos adentro.

Hay instrumentos para ayudar a hacer eso, como el “Ensueño Dirigido”, donde el paciente está relajado, con los ojos cerrados, en un lugar muy silencioso, y se le induce a permitir que aparezca la imagen del ser querido desaparecido, y entonces comienza un diálogo en voz suave, mientras el terapeuta acompaña, ayudando en ese juego que existe en todas las culturas, ya que todas tienen alguna organización para hablar con los muertos, de una manera u otra.

Insisto: la elaboración de un duelo es la elaboración de una despedida, ya que siempre tenemos pendientes cuentas, reproches o perdones que no nos dijimos. Y si eso no se resuelve, el que murió queda vivo, como “fantasma”, porque “está y no está”.

Entonces, lo que hace el duelo es enterrarlo, ya que los muertos se entierran con palabras, no con tierra. Uds. sabrán que, simbólicamente, la losa del sepulcro tiene un significado antropológico, es algo pesado que impide que el muerto vuelva, pero, en lo interno, el muerto vuelve si uno no lo elabora. Después de la muerte, el que queda pasa por varias etapas. Primero viene la sorpresa, o el desconcierto, y después la negación. Y esa negación termina recién cuando uno, dentro de sí, hace el trabajo de duelo, se despide, y construye imaginariamente a esa persona interna.

Por eso, todas las culturas tienen una ceremonia que es el funeral, en especial las ecológicas, que tienen una buena relación con la muerte, mientras que las tecnológicas como la nuestra, tienen ceremonias muy pobres, muy breves, como para terminar pronto y olvidarse. Antes, el velatorio se hacía en la misma casa donde había vivido el muerto, y eso era importante, porque era en esa casa donde no iba a estar más, y esa escenografía permitía que la despedida fuera honda, permitía el llanto y permitía que cada uno contara algo del “finadito”, es decir, que se hiciera un constructo imaginario.

Pichon Riviere daba mucha importancia a este tema de la muerte, era un “enamorado de la muerte”, un melancólico existencial (por eso bebía mucho), y murió en paz, porque tenía muy buena relación con la muerte, cosa que tengo yo también, gracias a él (espero seguir teniéndola cuando ella esté más cerca…).

Actualmente, cuando muere alguno, la familia va a una funeraria, y les dan, por ejemplo, el “3º B”, un departamento anónimo (casi como un albergue transitorio para muertos). Los deudos no hacen nada, no participan como los de antes que cavaban, construían el cajón, o tenían alguna tarea en la preparación del cadáver, como vestirlo, o amortajarlo.

Los llamados “salvajes” del Amazonas hacen unas ceremonias hermosas, llenas de sentimiento y respeto, mientras que ahora aquí todo lo hacen empleados que ni lo conocieron al muerto, y luego los deudos están diez minutos, toman un cafecito, y se van.
Luego, a causa de haber querido “hacerse el vivo” con la muerte, el que queda no elabora, y pasa dos años en el diván de un psicoanalista elaborando el tema (en larguísimas cuotas).
En cambio, los llamados “salvajes” del Amazonas, cuando muere alguien, hacen un lío bárbaro, se pintan con cenizas, se tiran al suelo, lloran una semana entera, algo muy profundo. Antes de la semana, levantan al muerto, y lo llevan en una canoa por el río, con comida, y sus cubiertos, a la ciudad de los muertos, y al finalizar la semana, terminan, se bañan y quedan lo más bien (porque pagaron al contado).

Esa es una cultura que elabora correctamente el tema de la muerte, mientras que la nuestra no lo elabora bien. En realidad, los salvajes somos nosotros.

En la India, donde la vida y la muerte están muy mezcladas, he visto una elaboración muy importante. Dicen que cuando uno muere en realidad empieza a vivir de otra manera. Un hindú me dijo (en un inglés hinduizado): “Uds. los occidentales son ricos y nosotros pobres. Pero Uds. tienen una vida, mientras nosotros tenemos muchas” (Y yo, como occidental, me sentí pobrísimo). Y es cierto, porque nosotros, con toda nuestra riqueza no elaboramos eso que es el tema más importante, ya que si uno tiene los brazos aferrando a ese muerto-fantasma, que está y no está, no puede abrazar al vínculo que viene después. Y esto vale aunque no haya muerte, porque si la niña que se hace grande no puede despedirse de papá, no puede recibir al marido, que será su nuevo vínculo profundo. Por eso, en algún momento, tiene que poder decir: “¡Chau, papá… Hola, marido…!”.


Como se ve, los duelos están continuamente presentes en nuestra vida, y si aprendemos a despedirnos, aprendemos a adquirir. Y estoy hablando en un país que no aprendió eso, lo cual se ve claramente en nuestro tango, que es el duelo eterno, el duelo patológico con música. La mina se fue, y el tipo está con la guitarra: “Percanta que me amuraste...”. Sin ver el montón de percantas nuevas que lo rodean en el conventillo, porque tiene los ojos ocupados con la que lo dejó, de la que él todavía no aprendió a despedirse. Y no se puede estar siempre así. En algún momento hay que dejar de llorar, salir a la calle, retomar la vida, y superar la tristeza.

Pichon fue médico personal de Discépolo, quien le contaba los secretos de cada tango, y Pichon había llegado a la conclusión de que el duelo de los tangos no es el duelo del tipo con la mina, sino el duelo con la mamá. Porque en aquella época, en los conventillos, donde vivía la gente muy pobre, había mucha tuberculosis, desnutrición y muchos elementos que contribuían a dejar a los niños solos, es decir, era muy común el traumatismo infantil por abandono prematuro, que muy difícil de elaborar, porque cuando se produce la pérdida muy temprana de una madre, ese duelo deja una experiencia de tristeza que no se termina de elaborar totalmente nunca.

En una institución psiquiátrica donde yo trabajé conocí a un paciente cuya madre se había muerto cuando él tenía cuatro años, su padre se había deprimido, y él había quedado en un duelo congelado, lo cual le había acarreado trastornos de miedo patológico a la muerte, porque el padre no había podido ayudarlo a llorar. Uno de los instrumentos valiosos que la naturaleza nos dio es el llanto, que es compulsivo, y por eso mueve la musculatura, porque la muerte produce miedo y contracción, y como el llanto afloja, lo que hay que hacer es llorar plenamente para aflojar la contracción muscular.

Cuando vemos películas lacrimógenas decimos: “¡Mirá qué vulgares, cómo lloran!”. Y nosotros, que no lloramos, después vivimos con el muerto transformado en fantasma, o hacemos somatizaciones, porque lo colocamos en un órgano del cuerpo, o sea que lo depositamos psicológicamente. Por ejemplo, alguien que tiene una madre agresiva, cuando ella muere, puede comenzar a sufrir de úlcera, porque puso a la mamá en lugar de la comida, es decir que la introyecta. Lo que habría que hacer en este caso sería ayudarlo a ir hacia atrás para poder despedirse de esa madre, y lo curioso es que esto se puede hacer aún después de mucho tiempo con instrumentos que nosotros llamamos “máquinas del tiempo”, que son el Psicodrama y el Ensueño Dirigido, que permiten revivenciar con toda la conmoción emotiva, aquel traumatismo de pérdida y poder “pagar” aquella cuenta de dolor teníamos pendiente.

El maestro Alfredo Moffatt

Cuando yo era chico, la ceremonia que rodeaba a la muerte era imponente, algo conmovedor, como es la muerte: se usaban carrozas con caballos negros, y participaba todo el barrio. “¡Se murió doña Pepa…!”, y todos iban y los deudos lloraban abiertamente con los demás en una ceremonia compartida. Luego se hacía el entierro, se limpiaba la casa y era como que se había exorcizado a la muerte. En cambio, nosotros, en un ratito liquidamos todo, y volvemos a nuestro departamento donde el muerto va a estar presente en cada rincón que compartimos con él, porque no hubo una ceremonia que permitiera la despedida en la vida cotidiana. No se puede engañar a la muerte.

Había otra situación siniestra que a veces se daba antiguamente. Moría un niño, y el médico recomendaba a la madre que tuviera otro hijo. Y a éste, muchas veces, le ponían el mismo nombre, con lo cual el niño debía cargar con el fantasma del hermanito muerto.

Mi profesor, el Dr. Ángel Fiasche, trabajando con él en EE.UU., me contó el caso de un niño que decía que, de noche, veía un esqueleto que se le acercaba. Investigando a la familia, había descubierto que había pasado lo que mencioné antes, y él vio que lo que habían querido hacer era sustituir al muerto, y creían engañar así a la muerte, mientras se engañaban ellos creyendo que el niñito no había muerto. Entonces, Fiasche les dijo que tenían dos caminos: o elaboraban el duelo de ellos con aquel nene muerto, sin hacer la trampa de usar al niño vivo como sustituto, como un clon, o tendrían un hijo esquizofrénico. Y lo que el niño decía con esa especie de alucinación del esqueleto que veía a la noche era: “Ese cadáver no soy yo”. O sea que, con la alucinación, se sacaba el esqueleto de encima. En última instancia, el niño “deschavaba” la trampa de los padres.

Un pueblo que resuelve bien el tema de los duelos es un pueblo más sano, pero para eso tienen que estar todos juntos. En Bolivia, las ceremonias son fuertes, con esa concepción indígena que es mucho más sabia que esta cultura tecnológica nuestra tan injusta, tan enferma, y que produce tanta soledad. En ciudades como Buenos Aires, hay millones de personas solas en la selva de cemento, encerrada en sus departamentos, absorbiendo el mensaje de la TV. Tenemos que recobrar la cultura criolla que es más sabia. En el campo, cuando muere alguien, de entrada, le dicen cariñosamente “el finadito”, y hablan durante un tiempo de que el finadito hizo esto, hizo lo otro. En los velorios, siempre el finadito era bueno, porque el duelo, en realidad, consiste en introyectar al muerto, es decir comérselo, según Freud, y nadie quiere comerse un finado malo que luego “le retuerza las tripas”. Esto es exactamente lo que pasa cuando los conflictos pendientes, no elaborados con el muerto (culpas, reproches, rencores, etc.) producen somatizaciones gástricas (úlceras), genitales (impotencia), respiratorias (asma), etc.

Hay un tema que nos defiende de la muerte, y es el amor, que es lo único que puede enfrentar a la muerte. La muerte y el amor son antagónicos, lo cual tiene que ver con que yo existo porque otro me mira, y si ya no me mira yo no existo más. Además, yo no muero del todo, si alguien me recuerda. En España leí el lema de un escudo que decía: “Vivir se debe de tal suerte, que vivo se permanezca en la muerte”.

Por eso, los pueblos llamados primitivos tienen mucha fuerza. Se quieren, se pelean pero se quieren. La gente muy pobre es muy solidaria, porque si no lo es, no sobrevive. Y viven con mejor humor que nosotros, aunque muchas veces no tienen qué comer, y es que, a pesar de todo, están juntos. Nosotros tenemos un poco más pero estamos solos, y eso es la muerte, porque la muerte y la neurosis son la soledad. Por eso, la despedida es lo que nos permite meter adentro a todos los que quisimos, y por eso, algunos viejos están tranquilos, aunque estén solos, porque están llenos de gente adentro.

Recuerdo que, una vez, unos alumnos me trajeron a la madre, que era una señora muy razonable, y que, en ese momento, se había obstinado en que no quería enterrar a su marido fallecido repentinamente (de un ataque cardíaco en la calle). Quería conservarlo con el cajón sobre la cama de él, haciéndole una ventanita en la tapa para poder verlo. Yo charlé con ella, muy calmadamente, y le dije: “¿Para qué querés tenerlo en el cajón? No te va a servir para nada, porque enseguida se va a empañar el vidrio por dentro y ni siquiera vas a poder verle la cara. Aparte de que va a ser todo un engorro administrativo”. La clave de esta necesidad extraña se develó, ella me dijo: “Durante treinta años, nosotros hablábamos largamente antes de dormir. Y ahora, ¿cómo hago?”. Entonces yo le dije: “¿Tenés un buen retrato de él? Bueno, hacele un lindo portarretrato y ponelo sobre la mesita de luz, y todas las noches podés hablar con él, pero con el retrato. Al cabo de un tiempo, ni vas a necesitar el retrato, porque lo vas a tener adentro de tu corazón”. Es decir, lo iba a introyectar. (Parece que “se me fue la mano con la terapia”, la propuesta dio tanto resultado, que al cabo de un año se casó de nuevo.)

Algunos dicen que al producirse un vacío, sobre todo en una separación no querida, como sería una muerte, es necesario tapar de algún modo ese agujero. Y contesto que sí, pero con la misma persona que se fue, no con otra.

Primero hay que enterrar un vínculo con recuerdos, palabras, diálogos, y luego recién adquirir otro. Es muy peligroso sustituir, porque se le va a pedir al nuevo que sea el otro, y como no es el otro, esto va a llevar a la frustración del “no sos el que yo pensaba…”. Esto pasa muchas veces.

En la infancia, los duelos son muy difíciles con los niños pequeños. Cuando a los cuatro o cinco años, queda sin padre, si hay un adulto que le permite hacer el duelo, abrazándolo, haciéndolo llorar, no es tan lesiva. Lo es si el adulto que quedó está deprimido o no lo ayuda, porque el niño no puede llorar solo, sino que necesita la contención de un adulto para apoyarse, para no desarmarse en el desconcierto.

Hay que llorar con otro, por eso, el duelo es un fenómeno grupal.
En Estados Unidos la muerte es de terror, y así les va, pobres… La despedida es mínima: van, espían de lejos y se van. Están proscriptas cualquier expresión corporal y el llanto. Por eso las series están llenas de muerte. Pero no sirven para elaborar la muerte, porque en las películas siempre se mata al otro, nunca al protagonista, lo cual sí sería una elaboración, porque el espectador se identifica con el protagonista, y con eso se conectaría con su propia muerte, pero en nuestra cultura occidental, negadora de la finitud, el tema de la muerte no vende.
Recuerdo, en una profunda crisis mía, en la que me sentía solo y viejísimo, de pronto me di cuenta (así se me presentó) de que la muerte, en realidad, es una despedida consigo mismo. Es “Chau, Alfredito… ¡tantos años acá adentro, hablando entre los dos…! Nos vamos a separar para siempre”. Morirse es separarse de mí mismo.

Pero la vida es tan insolente, tan potente, que vuelve otra vez, porque el psiquismo tiene una gran capacidad de vida, la pulsión de vida, según Freud. La vida y la muerte deben coexistir, porque si no pensamos en la muerte no sabemos que estamos vivos, y nadie está más contento y más vivo que el que casi se murió.
Pichon Rivière cada tanto se moría, tenía un ataque, estaba todo entubado, y después resucitaba. Una vez me dijo que los alumnos de su escuela le reprochaban que no se moría, que parecía que moría y no se moría, y después volvía a la escuela, y no les dejaba hacer el duelo. En uno de esos ataques, yo estaba con él, que estaba todo entubado, en el Hospital San Martín, y le dije, repitiendo una broma frecuente entre nosotros: “Dale, Enrique… decí tus últimas palabras”. Él se corrió los tubos para el costado de la boca y dijo: “La vida vale la pena vivirla”. Ese día, que era de sol, yo salí a la calle y sentí que si él, que estaba allí, todo estropeado, decía eso, yo debía agradecer el estar vivo.
Otra frase fundamental de Pichon era: “La muerte está tan lejos como grande sea mi proyecto”. Y creo que es lo más útil de todo lo que yo estoy diciendo aquí. O sea, si yo no tengo una esperanza, un proyecto de vida, estoy muerto.

Enrique Pichon Riviere

Yo trabajo mucho con pibes muy pesados, pibes chorros, quienes dicen: “Yo sigo hasta que me bajen, porque estoy jugado”. Es decir, yo ya morí, no tengo posibilidades de laburo, no tengo nada, estoy destrozado, la cana me busca, no me importa morir porque no tengo por qué vivir. Y Pichon murió a los setenta años, joven como un muchacho. Claro que a él la vida le había dado oportunidades y a los otros pibes no.

En el fondo del manicomio habíamos hecho una comunidad con los compañeros internados, hicimos un lío bárbaro en el tiempo de Cámpora, y una vez casi tomamos el hospicio. Era la República de los Locos, en el fondo, donde había dignidad para ellos. Al empezar la reunión izábamos la bandera, cantábamos el himno, éramos ciudadanos, y había que redefinir quién estaba loco y quién no, porque ya el guardapolvo blanco (el que usaba el psiquiatra) no servía.

Por ello, los psiquiatras nunca llegaban al fondo, porque era territorio liberado. Y los locos, que antes parecían zombis, allí estaban vivos, habían revivido porque habían comenzado a dialogar, y tenían un proyecto, que era construir el pueblito de la República de los locos. Fue lindo, pero cuando vino el Proceso Militar tuvimos que rajar rápidamente porque éramos considerados subversivos. Después del Proceso asesino volvimos con la Cooperanza.

Después hicimos el Bancapibes, con pibes de la calle, que llegan con el alma congelada, duros, y al construir entre todos una comunidad de tareas y afectos comenzaron a descongelarse, a querer la vida, y ya no esperaban la bala policial como inevitable.
El tango “Malevaje” habla del guapo que no tenía miedo de morir, que se jugaba todo. Y entonces vio una mina que “pasaba con un compás tan hondo y sensual…”, que el tipo se enamoró. Y en el tango, se queja de que, después de eso, había cambiado tanto que un día en que lo habían desafiado a pelear, había huido, porque no había querido arriesgarse a caer preso o morir, ya que eso le hubiera impedido hacer su romance. O sea que el amor nos hace querer la vida.

Víctor Frankl, un psicólogo que estuvo en campos de concentración, creador de la Logoterapia, una terapia de enfoque existencial, lo primero que les preguntaba a los pacientes que iban a su consulta era: “Ud., ¿por qué no se suicida…?”. Y con eso lo obligaba a reflexionar y enfrentarse con lo que le impedía querer morir, o sea con lo que lo ataba a la vida. O sea, al paciente le hacía oponer la vida a la muerte.

Allá en la India creí adivinar algo de cómo la muerte está incluida en la vida, como aquí en el campo. Ellos tienen una concepción circular de la existencia, mientras que nosotros tenemos un concepto lineal que niega el final, y, por lo tanto, nos aparece, a veces, la profunda inquietud frente a ese final ineludible. Con el amor y el trabajo enfrentamos la muerte. Una vez le preguntaron a Freud qué era la salud, y respondió: “Amar y trabajar”. Con esas “dos piernas”, yo puedo recorrer ese camino tan extraño que es el existir. Pero si me quitan el trabajo, como sucede con la desocupación actual, yo quedo rengo, y si con eso pierdo la familia, quedo en el piso, entro en depresión y no quiero vivir.
Cuando hago un grupo con desocupados y me dicen “¿Qué hacemos, Alfredo?”, yo digo: “Vayan a pelear, a protestar, a quemar… ¡Armen lío, muchachos!”. Y eso les sirve porque eso les da un proyecto, los une el ir a conquistar un trabajo, porque si se quedan allí se deprimen.

En el tiempo en que los jubilados iban a protestar al Congreso, yo estaba en relación con PAMI, y veíamos que los viejitos que se quedaban en casa tenían más problemas psicológicos que los que iban a pelear al Congreso, porque la pelea es vida. Tan es así, que a veces peleamos amorosamente, y hasta el odio sirve, porque nos permite tener una interacción. Mi hijo, que es biólogo, y está como investigador en Michigan, dice que en biología hay una ley fundamental que dice: “Todo organismo que no está en conflicto con su medio, está muerto”. O sea que la vida es conflicto: si peleo estoy vivo. Y hay, a veces, amores que son intensos, porque el amor es una síntesis.

No se puede hablar de la muerte sin hablar de lo contrario. Sabemos que el día es el día porque existe la noche, y sabemos que la vida es lo contrario de la muerte, a tal punto que podríamos decir que la muerte no existe, que es sólo la ausencia de vida. Si no fabrico la vida, sucede lo que hay detrás, la muerte. La vida es figura, la muerte es fondo. En termodinámica tampoco existe el frío, sino sólo la falta de calor. A veces, desgraciadamente, cuando el vínculo no es amoroso, la gente se une a través de la pelea. Si no nos amamos, nos odiamos porque lo que más tememos es quedar solos.

Las drogas y el alcohol son formas tecnológicas de tapar la muerte artificialmente. Yo he hecho la experiencia de consumir una droga psicoactiva que se llama “Wachuma” en Perú, que los indios toman juntos, y hacen un viaje hasta el principio de la vida, y también al extremos de la muerte, y allí me di cuenta de que estaba en el medio de algo, del existir.

En cambio, la droga que se está dando a los jóvenes es terrible. La cocaína es muerte, ya que induce sólo a la acción, porque no abre la cabeza, y para los muy pobres, el Poxi-ran quema las neuronas. Una vez le pregunté a uno de los chicos que se drogaban con el Poxi-ran, y me dijo: “¿Qué querés, que me vuelva loco? Yo duermo donde vos caminás” (en la calle). Era casi como decirme: “Dame una casa y yo dejo el Poxi-ran.” Ahora la situación es mucho peor con el Paco, una droga altamente tóxica.

Yo fui Director del Asilo de Mendigos de la Municipalidad de Buenos Aires. Claro, la única vez que tuve un cargo público fue en el lugar más marginal, como me corresponde, porque a mí la marginalidad me preocupa porque hay mucha vida dentro de esa muerte, hay mucha riqueza existencial. Un croto viejo me dijo: “Sr. Director, Ud. habla de la psicología, ¿pero Ud. sabe cuál es el diván de los pobres? El cartón de vino, porque nos quita el hambre, el frío y la tristeza”. Entonces yo, ¿cómo puedo decirle a uno que está tirado bajo el puente “No tomés”, si no le estoy dando comida, calor y contención? Y los pibes, ¿por qué se drogan? Porque no tienen destino. Estamos haciendo un genocidio a futuro, porque los pibes son el futuro.

En la Argentina actual, estamos rodeados de muerte. El hambre y la miseria no se pueden aguantar, no se puede llevar la desesperación de un pueblo hasta tal punto sin que suceda una explosión social, que termine con la injusticia social. En los sectores pobres, donde el hambre es tremendo, sin embargo hay solidaridad. Hay madres que tienen ocho, diez hijos, y son unas leonas. La riqueza del pobre son los hijos. A veces, los padres se van por allí a beber y ellas deben salir a buscar el peso, pero muchos hombres salen por la noche a levantar cartones para ganar 50 u 80 pesos, que no alcanzan para nada.

Estamos rodeados de muerte, sí, y por eso yo imagino que si la situación llega a ser totalmente inaguantable, esta etapa histórica tan dolorosa, de nuestra Argentina, puede terminar para dar lugar a un nacimiento, pero el parto siempre tiene algo de sangre, que ojalá sea poca. Pero algo va a pasar, porque el hambre es como la cocaína: vuelve loca a la gente, y por eso no hay nada más peligroso, para un sistema corrupto, que un pueblo desesperado. Los pobres no van a aceptar el destino de morir, sino que van a dar batalla, como históricamente lo hicieron pueblos como el de Francia, en la Revolución Francesa.

Volviendo al tema de la muerte, cuando se muere un abuelo “tano”, con toda la familia alrededor, es un mentiroso si dice que está angustiado, porque está rodeado de todos sus seres queridos, acompañado y va a seguir vivo en el recuerdo. En cambio, en Estados Unidos, la muerte es espantosa, en terapia intensiva, solo, en medio de toda esa tecnología deshumanizada.
Quiero terminar con algunas recomendaciones para operar frente a un paciente suicida. Quería tirarse desde el décimo piso y yo no sabía cómo hacerle concienciar lo que iba a hacer. Le dije: “Mirá… si vos te tirás desde el décimo, ¿qué pasa si en el quinto te arrepentís?”. Y allí vaciló porque se enfrentó a una duda, tomó conciencia de lo irreversible de lo que quería hacer, y, al dudar, me dio tiempo para engancharlo y tironearlo nuevamente hacia la vida.

Siempre que una persona dice “Me quiero matar”, hay que escuchar otra cosa: “Ayúdenme a vivir, que solo no puedo”. No es que quiere irse de la vida, lo que no puede es quedarse.

A un adolescente que se quiere suicidar le dicen “No te matés”, y lo que hay que hacer es preguntarle por qué, así se le da la oportunidad de contar, y al contar se vincula, y al vincularse se engancha en la vida otra vez. Decirle “No te matés” es una orden negativa, pero en cambio preguntarle “¿Por qué te querés matar?” es una propuesta positiva, porque si lo cuenta lo comparte y sale de la soledad, que es lo desesperante.

(Este texto fue publicado originalmente en la página de Facebook de Alfredo Moffatt)

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