viernes, 27 de abril de 2018

¿Qué significa vivir una vida espiritual plenamente encarnada? (por Jorge Ferrer). Primera Parte


Nota del autor del blog: Mi enorme agradecimiento al Dr. Jorge N. Ferrer por compartirme este escrito para su publicación en Psymbállein. Dada la extensión del artículo, y para facilitar su lectura, irá dividido en dos partes.

¿Qué significa vivir una vida espiritual plenamente encarnada?
por Jorge N. Ferrer [1]

California Institute of Integral Studies
San Francisco, CA, USA


Este ensayo revisa qué significa una espiritualidad encarnada –basada en la integración de todas las facultades humanas incluyendo cuerpo y sexualidad– y la contrasta con la espiritualidad desencarnada –basada en la disociación y/o sublimación– prevalente en la historia religiosa humana. Pasa a describir qué significa aproximarse al cuerpo como socio viviente con quien co-crear la vida espiritual propia, y delinea diez rasgos de una espiritualidad plenamente encarnada. El artículo concluye con algunas reflexiones sobre el pasado, presente y futuro potencial de la espiritualidad encarnada. 

Porque en él la totalidad plena de la divinidad vive corporalmente. (Colosenses 2:9) 

La espiritualidad encarnada es un concepto de moda en los círculos espirituales contemporáneos. Sin embargo este concepto no ha sido analizado de manera rigurosa. ¿Qué queremos decir realmente cuando hablamos de una espiritualidad ‘encarnada’? ¿Se conceptúa al cuerpo de manera específica cuando se está usando esta expresión? A nivel práctico ¿qué distingue una espiritualidad ‘encarnada’ de otra ‘desencarnada’? ¿Cuales son las implicaciones concretas, cara a la práctica espiritual y objetivos espirituales, e incluso en nuestra aproximación al hecho mismo de la liberación espiritual, si nos tomamos en serio estar encarnados?

Antes de intentar responder a estas preguntas se imponen dos precisiones. Primero, a pesar de que las reflexiones que siguen buscan capturar rasgos esenciales de un ethos espiritual moderno y emergente en Occidente, bajo ningún concepto pretendo yo que esto vaya a representar el pensamiento de todo autor o enseñante espiritual que hoy día utilice el término ‘espiritualidad encarnada’. Presumiblemente resultará obvio que algunos autores se centrarán en, o aceptarán, sólo algunos de estos rasgos, y que la enumeración que sigue refleja sólo mi propio punto de vista, con su perspectiva única y sus consecuentes limitaciones. Segundo, este ensayo se propone la tarea de una ‘hermenéutica creativa e interreligiosa’ que con libertad – y reconozco que hasta con impetuosidad – teje juntas hebras de diferentes tradiciones religiosas y hasta incluso propone alguna revisión a la luz de la comprensión espiritual contemporánea. Aunque este modo de hacer aún hoy día se considera anatema en los círculos académicos más ortodoxos, estoy convencido de que sólo a través de una fusión crítica de los horizontes espirituales globales pasados y presentes vamos a poder empezar a tejer un tapiz responsable (fidedigno?) de lo que es la espiritualidad encarnada contemporánea.

¿Qué es la espiritualidad encarnada?

De alguna manera, la expresión ‘espiritualidad encarnada’ puede considerarse, con razón, como reiterativa e incluso hasta quizás vacía. Después de todo ¿no está toda espiritualidad humana siempre ‘encarnada’ en tanto que necesariamente tiene lugar en, y a través de, hombres y mujeres encarnados? Los proponentes de una espiritualidad encarnada, no obstante, nos dicen que importantes vías espirituales del pasado y del presente están ‘desencarnadas’ ¿pero qué quiere decir ‘desencarnadas’ en este contexto?

A la luz de nuestra historia espiritual sugiero que ‘desencarnado’ no denota que el cuerpo y sus energías vitales/primarias hayan sido ignorados en la práctica espiritual – definitivamente no lo han sido – sino que más bien fueron considerados fuentes no legítimas o no fiables, por derecho propio, a la hora de experimentar vislumbres espirituales. En otras palabras, el cuerpo y el instinto no han sido, en general, considerados capaces de colaborar en términos de igualdad con el corazón, la mente y la consciencia a la hora de lograr la liberación y la realización espirituales. Lo que es más, muchas tradiciones y escuelas religiosas consideraron que el cuerpo, y el mundo primario, (y algunos aspectos del corazón, en lo que se refiere a ciertas pasiones) se constituían de hecho en obstáculos al florecimiento espiritual – un punto de vista que a menudo llevaba a la represión, regulación, o transformación de estos mundos, y su puesta al servicio de más ‘altos’ objetivos de la consciencia espiritual. Es así que la espiritualidad desencarnada a menudo cristalizaba en una vida espiritual desde el ‘chakra[2] del corazón hacia arriba’, basada preeminentemente en un acceso mental y/o emocional a la consciencia trascendente, que tendía a perder de vista las fuentes espirituales inmanentes en el cuerpo, la naturaleza, y la materia.

Por contraste, una espiritualidad encarnada contempla todas las dimensiones humanas – cuerpo, vital, corazón, mente y consciencia – como socios en pie de igualdad a la hora de atraer a uno mismo, a la comunidad, y al mundo, a una alineación más plena con el Misterio del cual todo surge (Albareda & Romero, 1998; Ferrer, 2002, 2008; Romero & Albareda, 2001). No es sólo que no sean un obstáculo, sino que desde este punto de vista, la participación del cuerpo y sus energías primarias es crucial, ya sea para una transformación espiritual completa, como también para la exploración creativa de formas expandidas de liberación espiritual. La consagración de toda la persona lleva naturalmente a cultivar una espiritualidad ‘con todos los chakras’ que busca lograr que todos los atributos humanos sean permeables a la presencia tanto inmanente como trascendente de las energías del Espíritu. Esto no significa que una espiritualidad encarnada sea indiferente a la necesidad de emancipar el cuerpo y el instinto de posibles tendencias alienadoras; más bien significa que todas las dimensiones humanas, - no sólo la somática y la primaria – se reconocen como capaces no sólo de posible alienación, sino igualmente capaces también de participar libremente en el desenvolvimiento del Misterio de la vida aquí sobre la tierra.

El contraste entre ‘sublimación’ e ‘integración’ puede ayudar a clarificar esta distinción. En la sublimación la energía de una dimensión humana se usa para amplificar, expandir o transformar las facultades de otra dimensión. Este es el caso, por ejemplo, del monje célibe que sublima su deseo sexual como catalizador de una expansión espiritual, o para incrementar el amor devocional del corazón; o cuando un practicante del tantra utiliza las energías vitales/sexuales como carburante para catapultar la consciencia hacia estados del ser desencarnados, trascendentes, o incluso transhumanos. Como contraste, la integración de dos dimensiones humanas involucra una transformación mutua, o ‘matrimonio sagrado’, de sus energías esenciales. Por ejemplo la integración de la consciencia y el mundo vital logra que la primera esté más encarnada, vitalizada e incluso erotizada, mientras que garantiza a la segunda una vía evolucionaria inteligente, más allá del impulso de la instintualidad dirigida biológicamente. Simplificando, podríamos decir que la sublimación es indicio de una espiritualidad desencarnada, mientras que la integración sería una vía de espiritualidad encarnada. Esto no equivale a decir, por supuesto, que la sublimación no tenga ningún lugar en una práctica espiritual encarnada. Los caminos espirituales son intrincados y multifacéticos, y la sublimación de ciertas energías puede ser necesaria – incluso crucial – en determinadas situaciones o para determinadas disposiciones individuales. Pero considerar a la sublimación como un objetivo o dinámica energética permanentes, supone una vía rápida para la espiritualidad desencarnada.

Además de las espiritualidades que taxativamente devalúan al cuerpo y al mundo, hay orientaciones espirituales desencarnadas que con mayor sutilidad ven la vida espiritual como emergiendo exclusivamente de la interacción entre nuestra experiencia presente inmediata y fuentes trascendentes de conciencia (cf. Heron, 1998). En este contexto la práctica espiritual se dirige bien a acceder a tales supra-realidades (vías ‘ascendentes’ como el clásico misticismo neoplatónico) bien a atraer tales energías espirituales aquí abajo a la tierra para transfigurar las naturalezas humana y del mundo (vías ‘descendentes’ como el yoga integral de Sri Aurobindo). El fallo de estas concepciones ‘monopolares’ reside en que ignoran la existencia de un segundo polo espiritual –la vida espiritual inmanente–, la cual, como elaboraré más abajo, está íntimamente conectada al mundo vital, y almacena los poderes más generativos del Espíritu. Pasar por alto esta fuente espiritual lleva a los practicantes – incluso a aquellos que se ocupan de la transformación corporal – a desestimar el significado del mundo vital a la hora de lograr una espiritualidad creativa, así como les lleva a buscar una trascendencia o sublimación de su energía sexual. Una espiritualidad encarnada plena, sugiero, emerge del interjuego creativo entre ambas energías espirituales trascendente e inmanente en el seno de individuos completos, que abrazan la completitud de la experiencia humana a la vez que permanecen firmemente enraizados en lo corporal y lo terreno.

Sin duda alguna las actitudes religiosas hacia lo corporal han sido profundamente ambivalentes, considerando al cuerpo como fuente de apegos, pecaminosidad, y desviación por un lado, y como lugar de revelación espiritual, y divinización, por el otro. Nuestra historia religiosa incorpora tendencias ubicables a lo largo de un continuo que va desde prácticas y objetivos desencarnados, hasta encarnados. Ejemplos de tendencias desencarnadas incluirían el ascetismo bramánico, el jainismo, el budismo, el cristianismo monástico, el taoísmo temprano y el sufismo temprano (Bhagat, 1976; Wimbush & Valantasi, 1995); las visiones hindúes del cuerpo como irreal (mithya) y el mundo como ilusión (maya) (Nelson, 1998); la consideración en el vedanta advaita de la ‘liberación extracorpórea’ (videhamukti) que se logra sólo después de la muerte como ‘superior’ a la ‘liberación en vida’ (jivanmukti) que está inexorablemente manchada por el karma corporal (Fort, 1998); las descripciones budistas tempranas del cuerpo como repugnante fuente de sufrimiento, o del nirvana como extinción de los sentidos y deseos corporales, y del ‘nirvana final’ (parinirvana) como algo que se logra sólo después de la muerte (Collins, 1998); la visión cristiana de la carne como fuente de maldad y del cuerpo resucitado como asexual (Bynum, 1995); el ‘aislamiento’ (kaivalya) de la pura consciencia con respecto a cuerpo y mundo en el yoga samkhya (Larson, 1969); la transmutación tántrica de la energía sexual para lograr la unión con lo divino en el saivismo cachemiro (Mishra, 1993) o para alinearse con el flujo creativo del tao en el autodesarrollo taoísta (Yasuo, 1993); la obsesión de la cábala safed por la pecaminosidad de la masturbación y de las poluciones nocturnas (Biale, 1992); o el repudio luriánico del cuerpo como algo que “impide al hombre [lograr] la perfección de su alma” (citado en Fine, 1992, pág. 131); la consideración islámica del más-allá (al-akhira) como inconmensurablemente más valioso que el mundo físico (al-dunya) (Winter, 1995); y la aseveración del vedanta visistadvaita de que la liberación completa implica el cese total de la encarnación (Skoog, 1996).

Igualmente, ejemplos de tendencias encarnadas incluyen la visión en el zoroastrismo del cuerpo como parte de la naturaleza última del ser humano (A. Williams, 1997); las descripciones bíblicas del ser humano hecho “a imagen y semejanza de Dios” (Génesis; Jónsson, 1988); la afirmación tántrica de que el deseo sensual y su despertar son no-duales (Faure, 1998); el énfasis cristiano temprano sobre la encarnación (“y el mundo se hizo carne”; Barnhart, 2008); el objetivo de lograr “ser buda en este mismísimo cuerpo” (sokushin jobutsu) del budismo shingon (Kasulis, 1990); el disfrute religioso judío de todas las necesidades y apetitos corporales durante el sabbath (Westheimer & Mark, 1995); el abrazo radical de la sensualidad en la poesía de Rumi o Hafez (Barks, 2002; Pourafzal & Montgomery, 1998); la visión taoísta del cuerpo como contenedor simbólico de los secretos del universo entero (Saso, 1997); la conexión somática con las fuentes inmanentes espirituales en muchas espiritualidades indígenas (ej. Lawlor, 1991); la insistencia del soto zen de que es preciso que la mente se rinda ante el cuerpo para alcanzar la iluminación (Yasuo, 1987); el dicho esotérico islámico de los imanes shiitas “nuestro espíritu es nuestro cuerpo y nuestro cuerpo es nuestro espíritu” (arwahuna ajsaduna wa ajsaduna arwahuna; Galian, 2003); y la secular defensa judeo-cristiana del compromiso y justicia sociales para transformar espiritualmente al mundo (p.ej. Forest, 1993; Heschel, 1996), entre otros muchos.

Muchas orientaciones religiosas aparentemente encarnadas, sin embargo, ocultan visiones altamente ambivalentes hacia la sensualidad y el cuerpo físico. Por ejemplo el taoísmo generalmente no valoraba al cuerpo físico por sí mismo, sino sólo porque se consideraba que era un lugar de residencia para los dioses; y las prácticas sexuales taoístas a menudo involucraban auto-limitaciones rigurosas, normas inhibitorias, y una despersonalización de las relaciones sexuales que desdeñaba el cultivo de una relación amorosa mutua entre individuos (Clarke, 2000; Schipper, 1994). Igualmente, mientras que el sabbath judío es un día para la consagración de relaciones sexuales entre marido y mujer, muchas enseñanzas tradicionales (p.ej. el iggeret ha-kodesh) prescribían la necesidad de que tal unión se realizara sin placer ni pasión, tal y como supuestamente se hacía en el Paraíso antes del pecado original (Biale, 1992). Y lo que es más, gran parte de la apreciación del budismo vajrayana del ‘burdo’ cuerpo físico como facilitador de la iluminación reside en que se le considera el cimiento de otro cuerpo más real, no-físico, el ‘cuerpo astral’ o el ‘cuerpo del arco iris’ (P.Williams, 1997). De una manera similar en el tantra hindú reconocen al cuerpo y al mundo como reales, pero algunos de sus rituales de identificación con el cosmos involucran la purificación y la visualización destructiva del cuerpo físico ‘impuro’ como catalizadores de la emergencia de un cuerpo sutil o divino de las propias cenizas de la corporaleidad (ver p.ej. la jayakhya samhita del vaisnavismo tántrico; Flood, 2000). Para resumir, aunque ciertas escuelas religiosas hayan preconizado objetivos espirituales con mayor inclusión del cuerpo, en la práctica viviente una espiritualidad plenamente encarnada comprometida con la participación de todos los atributos humanos en una interacción co-creativa con las fuentes espirituales tanto inmanentes como trascendentes ha sido, y continúa siendo, una gema difícil de encontrar (Ferrer, 2008; Ferrer & Sherman, 2008a).

Realizar un examen de las numerosas variables históricas y contextuales que subyacen en la tendencia a una espiritualidad desencarnada excede el ámbito de este ensayo, pero sí me gustaría mencionar una posible causa subyacente (ver Ferrer, Albareda & Romero, 2004; Romero & Albareda, 2001). La inhibición frecuente de las dimensiones primarias de la persona – somática, instintiva, sexual, y ciertos aspectos emocionales – puede haber sido necesaria en ciertas encrucijadas históricas para permitir la emergencia y maduración de los valores del corazón y la consciencia humana. Más específicamente, esta inhibición ha podido ser esencial para evitar la reabsorción de una autoconsciencia emergente, y sus valores concomitantes, todavía débiles ante la presencia más poderosa que tuvieron en las colectividades humanas de antaño los impulsos energéticos instintivos. En el contexto de la praxis religiosa esto se puede conectar a la consideración ampliamente extendida de que ciertas cualidades humanas son más ‘correctas’ espiritualmente, o más beneficiosas, que otras; por ejemplo ecuanimidad frente a pasiones intensas, trascendencia frente a encarnación sensual, castidad o un ejercicio estrictamente regulado de la sexualidad frente a exploración sensual sin objetivos concretos, etcétera. Lo que puede caracterizar a nuestro momento presente, sin embargo, sería la posibilidad de reconectar todos estos potenciales humanos de una manera integrada. En otras palabras, habiendo ya desarrollado una consciencia auto-reflexiva y las sutiles dimensiones del corazón, podría haber llegado el momento de reapropiarse de, e integrar, las dimensiones más primarias e instintuales de la naturaleza humana al objeto de lograr una vida espiritual plenamente encarnada. Vamos a explorar ahora la específica comprensión del cuerpo humano implícita en la concepción de una espiritualidad encarnada.

El Cuerpo Viviente

La espiritualidad encarnada contempla al cuerpo como un sujeto, como el hogar de un ser humano completo, como fuente de vislumbres espirituales, como microcosmos del universo y del Misterio, y como pieza clave para una transformación espiritual duradera.

El cuerpo como sujeto: Ver al cuerpo como sujeto significa aproximarse a él como un mundo viviente, con toda su interioridad y profundidad, sus necesidades y sus deseos, sus luces y sus sombras, su sabiduría y sus oscuridades. Las alegrías y tristezas corporales, sus relajaciones y tensionamientos, sus anhelos y repulsiones son algunos de los medios por los que nos habla nuestro cuerpo. En cualquiera de los casos el cuerpo no es un “Eso” que se pueda reificar para usarlo como medio para lograr objetivos, o incluso éxtasis espirituales, de la mente consciente. Es un “”, un socio íntimo con quien las otras dimensiones humanas pueden colaborar para alcanzar formas de sabiduría liberadora siempre creciente.

El cuerpo como hogar de un ser humano completo: En esta realidad física en la que vivimos, el cuerpo es nuestra casa, una ubicación de libertad que nos permite andar nuestro propio camino, tanto simbólica como literalmente. Una vez que superamos por completo la dualidad entre materia y Espíritu, no se puede ver ya al cuerpo como ‘prisión del alma’ ni incluso como ‘templo del Espíritu’. El misterio de la encarnación nunca aludió a la ‘entrada’ del Espíritu en el cuerpo, sino a que ‘llegó a hacerse’ carne: “Al principio fue el Verbo, y el Verbo era Dios, .... y el Verbo se hizo carne” [Juan 1:1, 14]. ¿Sería entonces quizás más adecuado apreciar nuestros cuerpos como transmutación del Espíritu en una forma encarnada, al menos durante nuestra existencia física? A través de la encarnación actual de innumerables criaturas, la vida puede estar apuntando a una unión última de humanidad y divinidad en el cuerpo. Quizás paradójicamente una encarnación plena pueda conllevar una muerte pacífica y enriquecedora: entonces podríamos despedirnos de esta existencia material con un sentido profundo de haber cumplido uno de los propósitos más esenciales del haber nacido en este mundo.

El cuerpo como fuente de vislumbres espirituales: el cuerpo es una revelación divina que puede ofrecer comprensión, discriminación, y sabiduría espiritual. Primero, el cuerpo es el útero para la concepción y gestación de todo saber genuinamente espiritual. Las sensaciones corporales, por ejemplo, son los bloques cimentadores de la transformación encarnada de las energías creativas del Espíritu a través de cada vida humana. Si descartamos bloqueos o disociaciones graves, esta energía creativa se transforma somáticamente en impulsos, emociones, sentimientos, pensamientos, vislumbres, visiones, y en última instancia, revelaciones contemplativas. Como reputadamente dijo el Buda: “Todo lo que surge en la mente empieza fluyendo como sensación en el cuerpo.” (Goenka, 1998, p. 26).

Más aún, al escuchar al cuerpo en profundidad nos damos cuenta de que las sensaciones físicas y los impulsos pueden también ser fuentes genuinas de vislumbres espirituales (ver Ferrer, Romero & Albareda, 2005; Osterhold, Husserl & Nicol, 2007). En algunas escuelas zen, por ejemplo, las acciones corporales constituyen una prueba crucial de realización espiritual y se ven como la verificación última de una súbita iluminación o satori (Faure, 1993). La relevancia epistemológica de la encarnación en cuestiones espirituales también ha sido apasionadamente establecida por Nikos Kazantzakis (1965):

En mí incluso el problema más metafísico toma la forma de un cuerpo físico cálido que huele a mar, tierra, y sudor humano. El Verbo, para tocarme, debe transformarse en cálida carne. Sólo entonces entiendo – cuando puedo ver, oler, tocar.” (p. 43)

Puede que incluso más importante, el cuerpo es la dimensión humana que puede revelar el sentido último de la vida encarnada. Al ser él mismo una entidad física, el cuerpo atesora en sus profundidades la respuesta al misterio de la existencia material. La respuesta del cuerpo a este enigma no viene dada bajo la forma de una visión metafísica o una Teoría del Todo grandilocuentes, sino que queda garantizada por medio de estados del ser por cuya gracia la vida tiene, de manera natural y profunda, un sentido. En otras palabras, el sentido de la vida no es algo que se discierna y conozca intelectualmente por medio de la mente, sino algo sentido en las profundidades de nuestra carne.

El cuerpo como microcosmos del universo y del Misterio: Prácticamente todas las tradiciones espirituales sostienen que hay una resonancia profunda entre el ser humano, el cosmos, y el Misterio. Esta visión queda plasmada en el dictado esotérico “como es arriba, es abajo” (Faivre, 1994); en las comprensiones platónica, taoísta, islámica, cabalista y tántrica de la “persona como microcosmos del macrocosmos” (p.ej. ver Chittick, 1994; Faure, 1998; Overzee, 1992; Saso, 1997; Shokek, 2001; Wayman, 1982); y en el punto de vista bíblico de que el ser humano está hecho “a imagen y semejanza de Dios” (imago Dei) (Jónsson, 1988). Para los baul de Bengala, entender el cuerpo humano como microcosmos del universo (bhanda/brahmanda) implica la creencia de que la divinidad reside físicamente en el cuerpo humano (McDaniel, 1992); el pensador jesuita Pierre Teilhard de Chardin (1968) lo expresó de este modo: “Mi materia no es una parte del universo que yo posea en su totalidad; es la totalidad del universo que yo poseo parcialmente” (p.12).

Todas estas percepciones delinean una imagen del cuerpo humano como espejo y contenedor de la estructura más íntima tanto del universo entero como del principio creativo último. En una serie de tradiciones esta correspondencia estructural entre el cuerpo humano y el Misterio ha dado forma a prácticas místicas en las que rituales y actos corporales se ha considerado que afectan a las mismísimas dinámicas de lo Divino – planteamientos que quizás hayan sido descritos con la mayor claridad en el misticismo teúrgico cabalista (Lancaster, 2008). Aún así, esto no quiere decir que el cuerpo haya de ser valorado únicamente porque representa o porque pueda afectar a realidades más ‘amplias’ o ‘altas’. Esta perspectiva mantiene sutilmente el dualismo entre cuerpo material y Espíritu. La espiritualidad encarnada reconoce al cuerpo humano como el pináculo de la manifestación creativa del Espíritu y, por tanto, imbuido de sentido espiritual intrínseco.

El cuerpo como pieza clave para una transformación espiritual duradera: El cuerpo es un filtro mediante el cual los seres humanos pueden purificar tendencias energéticas contaminadas, heredadas tanto biográfica como colectivamente. Dado que la naturaleza del cuerpo es más densa que los mundos emocional, mental y consciente, los cambios que suceden en él son de naturaleza más duradera y permanente. En otras palabras, una transformación psicoespiritual duradera necesita estar enraizada en una transformación somática (ver Ferrer, 2003). La transformación integrada de los mundos somáticos/energéticos de una persona cortocircuita la tendencia de hábitos energéticos preteridos a volver, creando así cimientos sólidos para una transformación espiritual completa y permanente.

[1] Una versión resumida de este ensayo fue originalmente publicada en 2006 con el título “Espiritualidad Encarnada, Ahora y Entonces” en Tikkun: Culture, Spirituality, Politics (Mayo/Junio), 41-45, 53-64. Aprovecho la ocasión de esta publicación en castellano para dar crédito a Ramón V. Albareda, cuyas innovadoras ideas sobre la espiritualidad encarnada impregnan este ensayo, incluso cuando no siempre halla sido posible referenciarlas bibliográficamente.

[2] Los chakras (o cakras), cuyo número varía según las diferentes tradiciones, son los centros energéticos sutiles del cuerpo viviente, que acumulan y canalizan la fuerza vital (pranasakti) del individuo. La tradición tántrica india identifica seis de estos centros, localizados respectivamente en la base de la columna (muladhara), el área sexual pélvica (svadhisthana), el plexo solar (manipura), el corazón (anahata), la garganta (visuddha), y en el centro entre las cejas o ‘tercer ojo’ (ajna) (Basu, 1986). Aunque muchas prácticas religiosas tenían en consideración a todos estos centros, la tendencia mayoritaria ha sido transmutar las expresiones primarias de la fuerza vital – conectadas a los chakras inferiores – hacia las cualidades sutiles y éxtasis del corazón y de la consciencia – conectados a los chakras más elevados. Si aceptamos la narración india de cómo la fuerza vital primordial (sakti) es femenina, y cómo la conciencia (shiva) es masculina, entonces la práctica tántrica tradicional puede verse como una especie de ‘patriarcado internalizado’ en el cual las energías femeninas se utilizan al servicio de los objetivos y expresividad masculinos.

(Continúa en una 2da parte)

Jorge N. Ferrer, doctor, dirige el Departamento de Psicología Oriental y Occidental en el California Institute of Integral Studies [Instituto Californiano de Estudios Integrales], San Francisco, donde ejerce docencia en el área de estudios transpersonales, misticismo comparativo, investigaciones sobre espiritualidad encarnada, y perspectivas espirituales de la sexualidad y la relacionalidad. Es el autor de Revisioning transpersonal theory: a participatory vision of human spirituality (SUNY Press, 2002) y co-editor de The participatory turn: spirituality, mysticism, religious studies (SUNY Press, 2008).

1 comentario:

  1. El cuerpo es tan efímero , 70 años, 80 años, sin su corporalidad la espiritualidad del alma entonces no es posible? Ha de transmigrar y transmigrar eternamente para ser el Ser en cada encarnación. No hay una dimensión más allá del cuerpo que perece donde el alma se ilumina. Sólo existe el vacío en la forma?
    ENada transmigrar entonces?

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