JORGE MARIO BERGOGLIO: APUNTES PARA UNA BIOGRAFÍA ARQUETIPAL
por Juan Manuel Otero Barrigón
A mi viejo;
y a la memoria de Susana Godoy Abreu,
querida amiga y colega.
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Contar la vida de Jorge Mario Bergoglio desde una perspectiva arquetipal es mucho más que relatar simplemente una serie de eventos. Se trata de ver su biografía como un proceso de individuación, un camino hacia la integración y la realización del Sí-Mismo, tal como lo propuso Carl Gustav Jung.
Aunque nacido de la admiración, este relato no busca crear un mito hagiográfico ni una crónica política, sino más bien explorar las resonancias simbólicas de ciertos momentos clave de su proceso interior
Desde su infancia en Buenos Aires hasta su nombramiento como Papa Francisco, pasando por sus años de silencio en Córdoba y su llamado a la fraternidad universal, hay un hilo simbólico que recorre la historia de Bergoglio: el del hombre que desciende, se quiebra, se encuentra a sí mismo y vuelve a elevarse, no para reinar, sino para servir.
I. El llamado temprano: la abuela Rosa y la raíz espiritual
Jorge Mario Bergoglio nació en 1936 en el barrio porteño de Flores, en una familia humilde de origen italiano. Su infancia estuvo marcada por la austeridad, el esfuerzo, y una profunda religiosidad que formaba parte de su día a día. En ese universo familiar, su abuela Rosa jugó un papel fundamental: fue ella quien le mostró las primeras imágenes vivas de la fe. Le hablaba del cielo como si fuera su hogar, le enseñó a rezar con palabras simples, y le contaba historias de santos y mártires como quien comparte verdades que viven en el alma.
Rosa encarna el arquetipo de la Gran Madre en su versión más positiva: la que protege, nutre, y consuela, pero que también inicia. Como señala Erich Neumann, un discípulo de Jung, la Gran Madre es la fuente que da vida al alma, ofreciendo el primer contacto con lo sagrado a través de gestos primordiales: la voz, el alimento, y la oración compartida. Así, la abuela Rosa no fue solo una influencia familiar, sino un símbolo: representa el principio femenino arquetípico que acoge la psique infantil y la conecta con lo trascendente.
Durante esos años formativos, se establecieron los cimientos de su mundo interior: una religiosidad afectiva, y una conexión femenina que le enseñaron a rezar sin imponer, a confiar sin dogmatizar. Esta etapa puede verse como la base desde la cual se desarrollaría todo su camino posterior.
II. El encuentro fundante: San Mateo y la misericordia
A los 17 años, en el día de San Mateo, Bergoglio entra en la Basílica de San José de Flores. Lo hace casi por impulso, sin pensarlo demasiado, y vive allí una experiencia que más tarde describirá como "fundante": se confiesa, y siente que lo miran con una profunda misericordia. No es una mirada de juicio ni de obligación, sino una que abraza su fragilidad con amor. Más adelante dirá: "Allí me esperaban".
Este episodio puede interpretarse, en términos arquetipales, como un Llamado del Héroe. Al igual que en las historias iniciáticas que describe Joseph Campbell, el joven protagonista recibe una señal que lo saca del mundo cotidiano y lo introduce en una dimensión simbólica distinta. No hay un evento extraordinario en el exterior—nadie lo obliga, nadie le revela un secreto sobrenatural-, pero lo que ocurre dentro de él es fundamental: una ruptura con la normalidad, una apertura al misterio. La iglesia se convierte en un espacio liminal, y el acto de confesarse, en un rito de pasaje. San Mateo, el publicano que se convierte en apóstol, también actúa como reflejo simbólico: alguien considerado indigno que es llamado a una misión más grande.
Ese recaudador de impuestos que dejó todo para seguir a Jesús, representa un arquetipo más amplio: el del pecador llamado a lo alto, o el del ser humano mirado con amor cuando menos lo esperaba. Esta figura acompañará a Bergoglio a lo largo de su vida, tanto que, ya como Papa, encargará un escudo donde se representa su conversión bajo el lema en latín Miserando atque eligendo (“Lo miró con misericordia y lo eligió”).
Este tipo de llamado no se basa en la lógica ni en el mérito. Es algo numinoso, como diría Rudolf Otto: una experiencia que provoca tanto temor como fascinación (tremendum et fascinans). Se presenta como una irrupción de lo Otro —lo divino, lo arquetipal— en nuestra consciencia. Es el primer encuentro de Bergoglio con el Sí-Mismo, en términos junguianos: una imagen central y transformadora que organiza y guía su psiquismo hacia un camino único. Así, la confesión no es solo un acto de reconciliación, sino una iniciación: el símbolo de una muerte y un nuevo nacimiento. A partir de ese momento, la pregunta sobre su vocación comienza a cobrar un papel central. La misericordia se convierte en brújula. La experiencia interna—ese sentirse “mirado con misericordia”— será la clave hermenéutica para su posterior comprensión de Dios y de la Iglesia.
En este punto donde se revela la dimensión numinosa de la experiencia religiosa, el joven Bergoglio no elige su camino por convicción moral o herencia cultural, sino porque ha sido tocado por algo que lo trasciende. Se podría decir que este insante contiene en su esencia todo su futuro magisterio: un cristianismo que no se basa en el mérito, sino en la gracia; que no clasifica, sino que abraza. El adolescente que experimentó esa mirada compasiva se convertirá, décadas más tarde, en el Papa que insiste en que la Iglesia debe ser un "hospital de campaña".
Sin embargo, hay otro aspecto que me gustaría resaltar; esta etapa de su vida estuvo marcada por una experiencia de salud que resultó ser crucial: a los 21 años, Bergoglio tuvo que someterse a una operación de emergencia debido a una infección, lo que llevó a la extirpación de parte de uno de sus pulmones. Me parece interesante considerar esta cercanía temprana con el sufrimiento y la vulnerabilidad física como una primera señal del límite en su biografía, y por lo tanto, como un gesto simbólico: el cuerpo herido como una puerta al misterio, un recordatorio tangible de que la vida humana es frágil y dependiente.
Toda su teología pastoral posterior se puede rastrear hasta esos momentos. El joven que fue tocado sin merecerlo se convertirá, con el tiempo, en un firme defensor de una Iglesia que se define no por el dogma, sino por el gesto: la cercanía, el consuelo, y el perdón. El Papa que dirá que “el nombre de Dios es misericordia” es el mismo chico que, un día de primavera, recibió una mirada que no juzgaba.
III. El guerrero del Espíritu: ingreso a la Compañía de Jesús
En 1958, con solo 22 años, Jorge Mario Bergoglio entró al seminario diocesano de Villa Devoto, pero pronto decidió dar un giro y unirse a la Compañía de Jesús. Este cambio no fue algo sencillo: los jesuitas son conocidos por su formación rigurosa, su disciplina intelectual y su voto de obediencia directa al Papa. Esta decisión ya anticipa un rasgo que lo acompañaría a lo largo de su vida: una constante tensión entre lo contemplativo y lo práctico, entre su mundo interior y la necesidad de un compromiso activo. Así comienza un largo camino de formación, estudio y enseñanza, pero también de silencio, obediencia y pruebas.
Simboliza el ingreso del héroe en un “mundo especial”, esa fase de entrenamiento que se encuentra en muchas narrativas arquetípicas. Bergoglio se sumerge en una tradición espiritual estructurada, casi militar, que lo lleva a refinar sus pasiones, ideas y carácter. El joven que fue tocado por la misericordia ahora busca una forma, un camino para encarnar esa experiencia.
Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, que son el corazón de la espiritualidad jesuita, representan más que una simple práctica devocional: son una verdadera cartografía del alma. Invitan a un descenso a las profundidades del psiquismo, a un discernimiento riguroso de las mociones internas y a una lucha constante contra las trampas del ego. En este contexto, Bergoglio comienza a encarnar el arquetipo del Guerrero del Espíritu: no el soldado armado, sino aquel que libra batallas en su interior, enfrentándose a sus propias sombras, tentaciones y rigideces.
El arquetipo del Guerrero, especialmente en su faceta espiritual o ascética, juega un papel fundamental en cómo estructuramos nuestro yo. Suele activarse en momentos en los que una persona necesita definir su identidad, establecer un camino, controlar pasiones dispersas o canalizar impulsos. En contextos religiosos, se manifiesta a través de la disciplina, la obediencia y la entrega a un ideal. Sin embargo, como ocurre con todos los arquetipos, también tiene su lado oscuro. Cuando el Guerrero se activa sin un equilibrio adecuado, puede transformarse en rigidez, hipercontrol, moralismo, negación de la afectividad o represión del eros. La búsqueda de la perfección puede volverse una compulsión espiritual, y la obediencia puede llevar a una renuncia a la voz interior. Desde una perspectiva clínica, este desequilibrio se manifiesta como una hipertrofia de la conciencia moral, dificultad para conectar con deseos genuinos, alexitimia afectiva o una racionalización excesiva de los conflictos internos. Algo a lo que Jung se refería al hablar de la "inflación del yo a partir de una identificación con la función superior". En la práctica clínica, esto se traduce en personas que están en movimiento constante, activas, pero que no pueden descansar ni sentirse queridas por lo que realmente son.
En el caso de Bergoglio, podríamos pensar que su primera etapa como jesuita —y luego como provincial— estuvo marcada por una visión bastante unilateral del Guerrero: disciplinado, eficaz, pero también algo inflexible, duro consigo mismo y con los demás. Sin embargo, esta configuración cambiaría más adelante, dando paso a una forma diferente de estar en el mundo: menos centrada en el control y más en la ternura.
Este cambio es significativo. Forma parte del proceso de individuación: el héroe no puede quedarse para siempre en su armadura. Para crecer, necesita ser herido, desmantelado, atravesado. Solo así puede reconectar con su llamado original —no el del deber, sino el del amor.
Por otro lado, también está presente la figura del Monje, que representa a aquel que se disciplina para alcanzar una integración más alta. El ascetismo, la obediencia, el voto de castidad: todo esto va moldeando un yo que busca canalizar su energía vital hacia lo sagrado. Sin embargo, esta figura también conlleva riesgos. El ascetismo puede convertirse en rigorismo, y la obediencia, en una negación de los deseos más profundos.
En los años siguientes, Bergoglio será ordenado sacerdote (1969), trabajará como maestro de novicios y profesor, y luego será nombrado provincial de los jesuitas en Argentina (1973). En este nuevo rol, su carácter fuerte, su búsqueda de orden y su sentido práctico lo llevarían a tomar decisiones que más tarde consideraría errores. Exigente y convencido de su visión, el joven provincial se enfrenta a los desafíos de una Argentina convulsionada por tensiones políticas, y a una Iglesia que debía posicionarse entre la represión militar y las voces proféticas.
Estas tensiones también tienen un componente psíquico. El Guerrero que lucha por el bien puede volverse tirano; el Monje que busca la pureza puede rechazar la ambigüedad del mundo. La individuación, desde la perspectiva junguiana, exige que estas figuras no se conviertan en absolutos. El yo necesita aprender a dialogar con lo otro, con la sombra, con lo que no encaja.
Desde este ángulo, el tiempo jesuita no fue solo un proceso de formación, sino también un enfrentamiento con sus propios límites. El fuego que forja también puede quemar. El joven sacerdote, impulsado por la misericordia, se encuentra a veces atrapado por la soberbia y el autoritarismo. La tensión entre la estructura y la compasión empieza a hacerse evidente —una tensión que marcará su vida entera y que solo más adelante encontrará una resolución nueva.
IV. Encrucijadas de la historia: su rol como provincial de los jesuitas en Argentina durante la dictadura
En 1973, a los 36 años, Bergoglio fue nombrado provincial de los jesuitas en Argentina. Asumió este rol en un período muy complicado: los años que rodearon el golpe militar de 1976. Fue una época marcada por la violencia política, la represión sistemática, la desaparición forzada de personas y un miedo palpable en todos los aspectos de la vida social.
Como provincial, Bergoglio tenía la responsabilidad de cuidar a la comunidad de la Compañía en el país: debía discernir vocaciones, organizar las casas de formación, proteger la vida espiritual y, además, decidir cómo posicionarse frente a un régimen opresor. Este fue, sin duda, uno de los momentos más difíciles y ambiguos de su vida pública.
Hay muchas discusiones, incluso controversias, sobre su actuación en esos años. El episodio más conocido es el de los sacerdotes jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics, quienes fueron detenidos y torturados por la dictadura en 1976. Algunos argumentan que Bergoglio no hizo lo suficiente para protegerlos; otros creen que hizo todo lo posible para rescatarlos. Él mismo afirmó que actuó en secreto para salvar vidas y que más tarde se reconcilió con Jalics. Este caso sigue siendo un punto ciego, una herida abierta en su biografía. Afortunadamente, en tiempos recientes, el trabajo de investigadores como Aldo Duzdevich ayudó mucho a aclarar la realidad de esos hechos, después de tantos años de mentiras que, de manera injusta e interesada, intentaron oscurecer su figura.
Lo que no se puede negar es que este momento representó para Bergoglio una prueba de poder. En términos junguianos, el contacto con el arquetipo del Padre institucional puede llevar tanto a una actitud protectora y sabia como a una identificación con estructuras represivas o indiferentes. En situaciones extremas como las de una dictadura, la ambigüedad moral se vuelve inevitable: no hay pureza posible, solo zonas grises, decisiones tomadas bajo amenaza y silencios que pueden ser prudentes o cómplices.
El joven provincial, que ya llevaba consigo el sello del Guerrero espiritual, se ve ahora confrontado por la Sombra colectiva: el horror sistemático, la persecución de personas, y el uso del miedo como herramienta de dominación. Esta Sombra no es solo algo externo; se infiltra en las instituciones, en las decisiones del día a día, y en los temores más personales. La pregunta ética se vuelve abrumadora: ¿qué hacer cuando cualquier acción puede poner en riesgo a otro?
En este contexto, Bergoglio se presenta como una figura dividida: por un lado, el hombre de oración, de discernimiento, que cuida de sus hermanos; por otro, el representante de una institución que no siempre ha sabido —o querido— denunciar la barbarie con claridad. Esta ambivalencia es fundamental: revela el costo de liderar en tiempos oscuros y abre la puerta a una posible transformación futura.
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Nota clínica: La Sombra moral y el trauma institucional
Cuando hablamos de violencia política, es innegable que deja huellas profundas tanto en las personas como en las instituciones que la experimentan. Los líderes religiosos, especialmente, pueden sentir un tipo de culpa muy particular: la culpa por no haber actuado, por haber guardado silencio, por haber tenido miedo, o por no haber hecho lo suficiente. Esto puede manifestarse en síntomas como ansiedad moral, rigidez en las decisiones, o incluso en una defensa que se basa en la racionalización.
Este enfrentamiento con la Sombra no resuelta puede dar lugar a un largo proceso de reflexión simbólica. Aquellos que se ven a sí mismos como salvadores deben enfrentarse a la posibilidad de haber sido, en cierta medida, cómplices. Solo aceptando esa ambigüedad —pudiendo mirar a ese yo dividido con compasión— se abre un camino hacia la sanación.
En el caso de Bergoglio, esa confrontación con la Sombra parece haber sido el catalizador para una transformación significativa: de un líder joven y conservador a un pastor más abierto, y más sensible al sufrimiento ajeno. Aunque el drama moral no se resolvió por completo, sí se aceptó como parte de su historia. Eso, quizás, es lo más complicado y, a la vez, lo más humano.
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V. El descenso a Córdoba: retiro y "exilio interior" (la Nigredo)
En 1990, después de haber ocupado roles importantes en la Compañía de Jesús, Bergoglio fue enviado a Córdoba por sus superiores. Allí pasó casi dos años en un estado de introspección, viviendo en la residencia jesuita, sin responsabilidades institucionales, alejado del poder y de la toma de decisiones. Él mismo describió esta etapa como un tiempo de “mucha desolación interior”, un período difícil, aunque más tarde diría que fue uno de los momentos más fructíferos de su vida.
Este descenso tiene un significado simbólico profundo. En la narrativa arquetípica, se asemeja al instante en que el héroe se adentra en el inframundo, enfrenta sus demonios y pierde todo lo que creía poseer. Si antes había encarnado al Guerrero, ahora debe aceptar la humillación y la caída. En Córdoba, Bergoglio no enseña, no manda, ni lidera. Vive en silencio, lee, reza y se confiesa con un hermano más joven que él. Se queda solo con su interioridad, sin escenarios ni misiones visibles. Desde una perspectiva psicológica, podríamos ver esta etapa como un enfrentamiento con el yo idealizado. El hombre que había tenido poder dentro de la Orden, que había formado a otros, ahora se encuentra desnudo. Es el proceso que Jung llamaba “enantiodromía”: cuando una actitud psíquica dominante termina por generar su opuesto.
En la tradición espiritual, este momento recuerda el paso por el desierto, o incluso la “noche oscura del alma” de San Juan de la Cruz. No hay consuelo inmediato ni claridad, pero sí una profunda transformación interior. Años más tarde, Francisco dirá que fue allí donde aprendió a rezar mejor, donde se purificó de cierta dureza y donde recuperó la capacidad de compadecer.
Este tiempo en Córdoba no es un castigo: es una oportunidad de despojamiento. Es el umbral que debe cruzar todo aquel que fue seducido por el control espiritual. La gracia que alguna vez lo tocó —en la Basílica de Flores— necesita ser reencontrada sin intermediarios. Solo quien ha descendido hasta el fondo puede hablar de misericordia sin que suene a consigna.
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Nota clínica: La soledad como umbral transformador
Desde un enfoque clínico, los momentos de retiro forzado, silencio o pérdida de función pueden vivirse como estados depresivos o como duelos narcisistas. La persona, especialmente si estuvo muy identificada con un rol fuerte o con una función de liderazgo, se enfrenta a un vacío de sentido, preguntándose: “¿quién soy cuando no soy útil para nadie?”. En algunos casos, estos episodios pueden abrir la puerta a una profunda resignificación de la vida. Si la persona puede sostener ese vacío sin apresurarse a llenarlo —si puede, como diría Winnicott, “existir en presencia de otro sin necesidad de hacer”—, entonces algo nuevo puede surgir. El yo se vuelve más flexible, se humaniza y da paso al Sí-Mismo. En el lenguaje de Jung, este paso por la sombra permite el encuentro con aspectos rechazados de la personalidad. En términos espirituales, esto se traduce en una kénosis: un vaciamiento del yo para que un nuevo centro pueda emerger. En Córdoba, Bergoglio parece haber vivido este proceso, no sin dolor, pero con una nueva apertura a la gracia.
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VI. Transición (1992–1998): El retorno desde el silencio
Después de su tiempo en Córdoba, donde vivió casi como un monje urbano, Bergoglio fue poco a poco reintegrándose en sus funciones dentro de la Iglesia. En 1992, fue nombrado obispo auxiliar de Buenos Aires, lo que marcó el comienzo de su regreso a la vida institucional, aunque todavía en un papel secundario. Esta etapa representó una reintegración gradual, en la que su figura fue recuperando visibilidad, pero sin repetir los viejos patrones de poder.
Este regreso no fue inmediato ni triunfal. El Bergoglio que retoma funciones jerárquicas es un hombre más callado, introspectivo, y con una actitud más cautelosa. Desde la perspectiva del viaje arquetípico, esta fase se asemeja a la del héroe que, tras descender al inframundo y atravesar una crisis de identidad, comienza a ascender de nuevo, aunque sin buscar el centro del escenario. Lo hace porque es llamado, no porque se postule.
En un sentido más clínico, esta etapa pudiera haber involucrado un proceso de asimilación de lo vivido, donde, en lugar de encerrarse en la herida o quedar atrapado en el resentimiento, ahora es posible reconocer errores y aceptar ciertos límites. Esto le permitió volver a ocupar un lugar de autoridad desde una perspectiva distinta: no como quien lidera desde la certeza, sino como quien acompaña desde la experiencia.
La sombra que enfrentó en Córdoba le permite ahora un nuevo modo de estar en el mundo: más atento al sufrimiento, menos reactivo al poder, y más dispuesto a escuchar que a imponer. Este es el Bergoglio que, en 1997, será nombrado arzobispo coadjutor y, al año siguiente, sucederá a Antonio Quarracino como arzobispo de Buenos Aires. Del “provincial brillante” que había sido, se ha convertido en un hombre herido que aprendió a mirar desde abajo.
Este período de la vida de Bergoglio se puede ver como un alba interior: aún sin la luz completa, pero con una dirección clara. La noche pasó, pero el día no llegó del todo. Es un umbral simbólico —una transición entre el silencio y la voz, entre el retiro y la misión— que será fundamental para comprender cómo se formó su figura, primero como arzobispo y luego como Papa.
VII. Su nombramiento como arzobispo de Buenos Aires (1998) y luego cardenal (2001) – El retorno con sabiduría
Cuando en 1998 Bergoglio fue nombrado arzobispo de Buenos Aires, volvió a ser una figura central en la escena eclesiástica argentina. Pero no regresó como el joven ambicioso que había sido, sino como un hombre más maduro, con un estilo pastoral renovado. Años más tarde, él mismo describiría ese regreso como un período de aprendizaje, donde la autoridad se entendía menos como un poder a ejercer y más como una responsabilidad a compartir.
Como arzobispo, Bergoglio se destacó por su estilo austero, su cercanía con los más necesitados y su crítica filosa al clericalismo. Usaba el transporte público, se reunía con cartoneros, rechazaba los privilegios y optaba por una vida sencilla. Su elección de estar con los más vulnerables, en los barrios populares y con los descartados de la sociedad, fue más que una estrategia pastoral: era el resultado de haber experimentado su propio exilio interior. Había comprendido que no se puede hablar de Dios sin antes haber pasado por el sufrimiento humano.
En 2001, Juan Pablo II lo nombró cardenal, un gesto que marcó un antes y un después: ya no era sólo el pastor de Buenos Aires, sino un referente de la Iglesia universal. Sin embargo, él parecía llevar ese reconocimiento con cierta ambivalencia. Prefería hablar poco, moverse con discreción y mantener una actitud sobria. En su anillo cardenalicio, optó por no incluir piedras preciosas, sino una imagen de San José. Este detalle también transmite un mensaje: la paternidad silenciosa, una autoridad que protege sin hacerse notar, un poder que no impone, sino que cuida. Durante este tiempo, se lo vio fortaleciendo una Iglesia “de cercanía”, donde la prioridad era el acompañamiento, no la condena. Es en este contexto que empezaron a circular algunas de sus frases más conocidas: “Primerear el bien”, “pastores con olor a oveja”, “la realidad es más importante que la idea”, etc. Todo esto anticipa lo que será su pontificado.
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Resonancias simbólicas
Es interesante observar la transición del Guerrero al Sabio. Aquél que antes luchaba por tener razón ahora se esfuerza por comprender. El que antes se aferraba a su rol, ahora da paso a la escucha. En términos junguianos, podríamos decir que ha comenzado a vivir más desde el Sí-Mismo en lugar de seguir los dictados del Yo. La imagen del cardenal que toma el transporte público no es solo un gesto ascético: es también una pedagogía del descenso, una forma de enseñanza que nos muestra que lo más alto del espíritu se manifiesta en lo más sencillo de la vida cotidiana.
Nota clínica: La madurez pastoral como integración
Desde una perspectiva clínica, el estilo pastoral que Bergoglio adoptaría en esta etapa puede verse como el resultado de una integración de diferentes aspectos de su personalidad. La rigidez inicial, la necesidad de control y el temor a cometer errores parecen haber dado paso a una mayor apertura, tolerancia y una ética del cuidado más profunda. No se trata de un cambio repentino, sino de un proceso de maduración gradual: su yo se ha resignado a no ser perfecto, lo que le permite aceptar la imperfección en los demás. Esto tendría reverberaciones más adelante, como cuando, al aceptar su nombramiento como Papa, respondió a sus hermanos cardenales diciendo: "Aunque soy un gran pecador, confío en la misericordia y paciencia de Dios, acepto".
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VIII. La elección como Papa en 2013 – El arquetipo del Hierofante renovado
El 13 de marzo de 2013, el mundo presenció un momento cargado de simbolismo: la elección de Jorge Mario Bergoglio como Papa Francisco, el primer pontífice jesuita y latinoamericano de la historia. Este evento no solo representa un hito en su biografía, sino que también simboliza un cambio profundo: la renovación del Hierofante, el sacerdote-guía que comparte la sabiduría sagrada, pero desde una perspectiva fresca para la Iglesia actual.
El Hierofante, en el lenguaje simbólico, actúa como un puente entre lo divino y lo humano, guardián de la tradición y mediador del rito. Sin embargo, Bergoglio llegó a este rol desafiando los usos tradicionales: no como un líder distante o monárquico, sino como un pastor accesible, humilde y lleno de compasión. Su elección se presenta, entonces, como la manifestación de un Hierofante que fusiona la tradición con la necesidad de renovación.
Desde su primera aparición en el balcón de San Pedro, su nombre y su gesto – el Papa Francisco, en honor a San Francisco de Asís, el santo de la pobreza y la fraternidad – marcaron un cambio simbólico y programático. Optó por un nombre que no solo evoca una humildad radical y un amor por los pobres, sino que también simboliza la invitación a una Iglesia en salida, que se dirige hacia las periferias sociales y existenciales.
Esta figura del Hierofante renovado reúne varios elementos arquetípicos a la vez: es el maestro que enseña con su ejemplo, el guía que camina al lado de su Pueblo, y también el sanador que abraza las heridas colectivas. Desde su enfoque pastoral, Francisco propuso una espiritualidad encarnada, donde la fe implica un compromiso ético y práctico con la justicia, la paz y el cuidado del planeta. Al mismo tiempo, se presentó como un líder capaz de reconocer la sombra de la Iglesia – sus escándalos, sus exclusiones, su rigidez – y enfrentarla con acciones concretas, así como con un llamado a la conversión y la misericordia.
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Nota clínica: la función arquetipal y el proceso de individuación colectivo
Solo una idea para desarrollar a futuro: la llegada de un Hierofante renovado en una institución tan antigua como la Iglesia podría verse a través del prisma del proceso de individuación social y cultural. Bergoglio asumió el papel de mediador simbólico, ayudando a integrar la sombra institucional y convocando a un profundo autoexamen y conversión.
Este camino estuvo lleno de conflictos inevitables: resistencia interna, reacción de sectores ultramontanos y desafíos externos. Sin embargo, también abrió la puerta a la esperanza, actuando como un “paciente espejo” que refleja tanto las heridas como las oportunidades de sanación.
Por otro lado, aunque se alejó de los personalismos autoritarios de épocas pasadas, su relación con el poder siguió marcada por una cierta ambiguedad. El impulso del Guerrero reformador no se apaga fácilmente, y a veces su ardor puede ser más intenso de lo necesario. Incluso en Roma, donde encarnó la figura del Papa humilde, su estilo generó resistencias debido a decisiones inesperadas o silencios prolongados. La sombra del poder espiritual acecha a quien quiera encarnar el Reino, y no siempre se sale ileso.
En la figura del Papa Francisco, la integración del Sí-Mismo parece haber transitado por una aceptación radical de su propia vulnerabilidad y limitación, al mismo tiempo que por la capacidad de asumir, con humildad y firmeza, la responsabilidad ética del poder. Este delicado equilibrio, tan difícil de sostener, es precisamente lo que convirtió su pontificado en un fenómeno simbólico poderoso y resonante a nivel mundial.
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IX. El magisterio: Laudato Si, Fratelli Tutti, la sinodalidad – el intento de reconciliar opuestos
Durante su pontificado, Francisco se destacó por su compromiso en pos de sanar las tensiones de un mundo fracturado. Su voz resonó como un llamado poderoso a la integración, desde una perspectiva arquetipal que buscaba cerrar divisiones y abrir horizontes nuevos. Sus encíclicas "Laudato Si" (2015) y "Fratelli Tutti" (2020) son hitos emblemáticos de esta etapa. En "Laudato Si", Francisco evocó el arquetipo de la Gran Madre, instando a la humanidad a cuidar nuestra Casa Común, la Tierra que nos acoge, en un llamado ecológico que iba más allá de la mera conservación ambiental, para ser una ética espiritual y social. Esta obra planteaba la urgencia de reconocer la interconexión de toda forma de vida y nuestra responsabilidad colectiva ante la crisis climática y la degradación del medioambiente. Era un llamado a reconciliarnos con la naturaleza, pero también con nosotros mismos y con los demás.
Por otro lado, "Fratelli Tutti" representó un esfuerzo por renovar el arquetipo del Hermano Mayor o Frater, una invitación radical a la fraternidad universal, sin importar fronteras, creencias o ideologías. En este texto, Francisco presentó una visión de sinodalidad que proponía caminar juntos, dialogar y enfrentar las heridas de la sociedad moderna: la exclusión, la desigualdad, la violencia. Este magisterio enfatizaba la importancia de la unidad en la diversidad, reconociendo la tensión creativa entre opuestos como motor de crecimiento.
El magisterio de Francisco buscó enseñar que la reconciliación no significa suprimir las diferencias, sino tener la capacidad de sostenerlas y transformarlas (recordemos la imagen del poliedro). La sinodalidad, entendida como un proceso abierto y participativo, encarnó esta pedagogía: un camino en el que la Iglesia se ofrecía como un espacio de escucha mutua y discernimiento comunitario.
En sus palabras y acciones, se manifestaba un deseo de unir lo tradicional con lo moderno, la autoridad con la humildad, el juicio con la misericordia. Era un esfuerzo constante por encontrar un equilibrio entre la tradición y la innovación, el poder y el servicio, la fe y la razón, siempre basado en el diálogo y la apertura.
Sin embargo, en este continuo intento de reconciliar opuestos, Francisco enfrentó resistencias dentro de la misma institución. Curiosamente, mientras buscaba abrir las puertas a la inclusión y al diálogo, algunos sectores ultraconservadores lo acusaron de dividir a la Iglesia, de ponerla en peligro de fractura o incluso cisma. Esta acusación no es solo política o institucional, sino que también tiene un profundo trasfondo arquetipal: refleja el miedo a lo desconocido, a la pérdida del orden establecido, y al quiebre de la imagen tradicional de la Iglesia.
Esta contradicción ilustra un fenómeno clásico en el proceso de individuación, tanto a nivel personal como colectivo. Para avanzar hacia una mayor integridad, el sistema (en este caso, la Iglesia) debe enfrentar su sombra —esas partes reprimidas o negadas que, al salir a la luz, generan conflicto y rechazo. Francisco se convirtió en un mediador que desafía el status quo y encarna la tensión entre tradición e innovación.
No fue un camino sin dolores de cabeza. La resistencia eclesial puede verse como una manifestación del miedo a perder el equilibrio conocido, así como de la expresión de complejos colectivos que rechazan una transformación profunda. En este sentido, Francisco se convirtió en un espejo para la Iglesia misma, revelando la necesidad de confrontar y reconciliar sus propias divisiones internas.
X. Su vejez y preparación para el final – el retorno al origen
Jorge Mario Bergoglio falleció el 21 de abril de 2025, en la octava de Pascua, el día siguiente al Domingo de Resurrección. Como en los relatos donde la vida se ordena en torno a un ritmo simbólico más profundo que el calendario, su muerte no se puede ver solamente como el final biológico de un ciclo vital. En el lenguaje del alma, morir en la octava de Pascua es más que una coincidencia: es una firma arquetipal. La octava, en la liturgia cristiana, es el tiempo donde la luz del Resucitado brilla, donde la muerte fue vencida, pero todavía se camina entre las llagas. Es, en sí misma, una figura de lo ya y lo todavía no. Francisco murió en ese umbral: ni el Viernes Santo del abandono, ni el Domingo glorioso, sino en el tiempo intermedio, cuando todo se ha visto y se sigue creyendo.
Durante sus últimos años, su salud se había deteriorado progresivamente. Las internaciones se hicieron más frecuentes, los gestos más frágiles, la marcha más lenta. Sin embargo, lejos de ocultar su fragilidad, la expuso con una transparencia desarmante. En marzo de 2025, despúes de una internación larga por complicaciones respiratorias, se lo vio andar por el Vaticano en silla de ruedas, vestido apenas con un poncho, sin anillos, sin ornamentos, sin títulos. No era un Papa, era un anciano. No era un jefe de Estado, sino un cuerpo cansado, como el de cualquier otro. Fue, quizás, uno de sus gestos más profundamente evangélicos.
En esa renuncia a toda escenografía de poder, Francisco encarnó el arquetipo del Anciano Sabio que no necesita demostrar nada porque ya atravesó todo. Mostró que la verdadera autoridad no está en imponerse, sino en retirarse con humildad. Que el poder más alto es el de dejar ir. En esa desnudez final, volvió a ser simplemente Jorge: el nieto de Rosa, el chico de Flores, el seminarista tímido que había sentido aquella mirada de misericordia en la basílica de San José. Era el retorno al origen como cumplimiento pleno de lo que siempre había sido.
La imagen de Francisco anciano, limitado, hospitalizado, pero aún presente, aún bendiciendo, nos habla de una vejez como etapa iniciática, no terminal. En los relatos simbólicos, el anciano es quien ha recorrido todo el camino del alma: ha enfrentado su sombra, cruzado desiertos, experimentado el poder y la renuncia, y ahora incluso puede mirar a sus adversarios con ternura. En sus últimos mensajes, no hubo reproches ni advertencias, solo palabras de aliento, llamados a mantener viva la esperanza.
Su última aparición pública, el 20 de abril de 2025, fue durante la bendición de Pascua desde el balcón de la basílica de San Pedro. Su voz, aunque débil, era clara. Saludó, bendijo y agradeció. Y luego, en su última publicación en redes sociales, escribió: "¡Cristo ha resucitado! En este anuncio se encuentra todo el sentido de nuestra existencia, que no está destinada a la muerte, sino a la vida.".
Esa frase, tan simple y brillante, podría resumir su legado espiritual. No se trata de un discurso doctrinal, sino de una verdad expresada desde el umbral. En ella se resume toda su teología, su psicología, su humanidad. Porque Francisco no predicó la fe como certeza, sino como confianza; no vio la vida como éxito, sino como misterio; y no consideró la muerte como derrota, sino como pasaje.
En los últimos años de su vida, exploró a fondo la paradoja del anciano que renace, de aquel que se va pero deja encendida una llama. Como dijo Jung sobre quienes vivieron conscientemente el proceso de individuación: "Ya no proyectan sombra sobre el mundo; han hecho las paces con ella".
La muerte de Francisco no cerró un capítulo, sino que consagró un viaje: el de un alma que, con luces y tropiezos, buscó abrir caminos de sentido en medio de la oscuridad del mundo. Y que, al final, regresó a sus raíces para entregarse, no como un triunfador, sino como alguien que fue capaz de amar.
La vida de Jorge Mario Bergoglio no se puede reducir a los hechos visibles de su biografía, ni siquiera a su nombramiento como Papa o a sus gestos reformistas. En este primer esbozo de lectura arquetipal, he querido desplegar tan sólo ciertas aristas de un itinerario humano: el de una persona que atravesó pruebas, tensiones, rupturas y reconciliaciones en busca de una verdad encarnada. Francisco fue, en su esencia, un peregrino de la misericordia, un hombre herido que no escondió sus heridas, y que desde ellas intentó construir puentes allí donde otros sólo veían muros.
No se trata de cerrar su historia con una fórmula, sino de dejar abierta la imagen del peregrino: el que no dejó de descender para servir, el que no dejó de escuchar. Su figura persistirá como signo de contradicción: una invitación a no temer la noche, y a buscar, aún en su profundidad, la luz que no cesa.
Junio, 2025
A.M.D.G.
Bibliografía:
Ivereigh, A. (2014). El gran reformador: Francisco, retrato de un papa radical (1.ª ed.). Buenos Aires: Ediciones B Argentina.
Jung, C. G. (1993). Arquetipos e inconsciente colectivo (9.ª ed., Obras completas, Vol. 9/1). Madrid: Trotta.
Neumann, E. (1955). The Great Mother: An analysis of the archetype. Princeton, NJ: Princeton University Press.
Piqué, E. (2013). Francisco: Vida y revolución (1.ª ed.). Buenos Aires: Editorial El Ateneo.
Rubin, S., & Ambrogetti, F. (2010). El jesuita: Conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio (1.ª ed.). Buenos Aires: Vergara (Grupo Zeta).
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