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"Descanso de Marte", Diego Velázquez, c. 1640
¿Podrían evitarse las guerras?
Por Néstor E. Costa*
Solía recordar frecuentemente el psicólogo y psiquiatra suizo Carl G. Jung, que no hay idea que no tenga su antecedente histórico y la que promueve este breve escrito es una de ellas. Precisamente, si hay algo que tenga antecedentes desde hace muchos milenios es la guerra. Ese compendio de actitudes de todo tipo, desde las más sublimes hasta las más aberrantes.
Partamos de la premisa que todo fenómeno complejo y la guerra lo es, no se debe a sólo una causa. Por definición es multicausal. Para muestra basta sólo un botón dice el refrán. Así que veamos ese botón: Hace un poco más de cien años comenzaba la
Primera Guerra Mundial (1914-1918), de acuerdo a la mayoría de los historiadores, habría no menos de seis teorías distintas que explicarían a que se debió la misma: cuestiones económicas, territoriales, expansivas, políticas, etcétera. Pero ninguno de dichos analistas nos dice que el inicio, el desarrollo y el fin de la misma, como de otras tantísimas a través de los milenios, ha sido el ser humano, es decir, su psique.
Hay una película de origen estadounidense cuyo título en castellano es: “
El hombre sin sombra”, como no la vi, simplemente me atrajo aquello del hombre “sin sombra”, así que realmente no sé si se refería a la sombra física o aquel arquetipo al que nos remite Jung y que es una parte tan importante del psiquismo. Tan importante es, que lo señala en más de una oportunidad: “
no hay sujeto sin sombra”. Habida cuenta que la “
sombra” serían todos aquellos aspectos negativos de la personalidad que habitan
nuestro inconsciente personal y que suelen estar cercanos a nuestra consciencia, incluso hasta podemos dar cuenta de ellos no más una situación de vida nos incomode, nos frustre, nos angustie o nos enoje.
¿Pero que será aquello de la sombra que pueda tornarla tan peligrosa? Primero: sus múltiples maneras de manifestarse, tanto hacia la propia persona como hacia las cosas o hacia otros.
Segundo: relacionado con lo primero, la carga de energía que llevaba la acción que provocó que se manifestara la “sombra”. Fuera ésta expresada con gritos, golpes, gestos o con un arma.
Tercero: el hecho que, si bien la sombra habita en general lo inconsciente personal, sus raíces se hallan en la parte más profunda y arcaica de lo inconsciente colectivo, lo que significa que existe la posibilidad que supere el simple marco de una reacción individual para expresarse en el orden de lo colectivo. Es en este punto donde entraría a evaluarse el porqué de una guerra, para lo cual tendremos que empezar por analizar al “yo”, ese débil sujeto de la consciencia que intenta guiarnos por la vida.
El “yo” para Jung es la máscara que nos vincula con el mundo, asiento de la consciencia, siendo la parte superior de un psiquismo compuesto por un “inconsciente personal”, el lugar de las represiones, de los olvidos, de las supresiones, pero cuya energía a veces no llega a impactar a la consciencia, otras veces sí , dando lugar a las neurosis, pero también de la existencia de un “inconsciente colectivo”, asiento de las formas de ser y de pensar de todos; este “inconsciente colectivo” no es pasible de concientización, pero sí de la forma de actuar que ha tenido la humanidad. Un espacio teórico que podría considerarse también como la forma ancestral que nos iguala a todos. Señalemos que a nivel individual puede
manifestarse en determinadas circunstancias y cuando lo hace, puede generar un trastorno mental grave, dado que el “yo” de ese sujeto ha sido “absorbido”, “anulado”, por lo colectivo. Ahí tenemos una psicosis. Pero cuando ese estrato arcaico se manifiesta colectivamente, por ejemplo, a nivel de una nación o de varias, tendremos una guerra o una guerra civil.
Ese “yo”, por otra parte, disminuirá su potencia equilibrante en la medida en que se encuentre en medio de una “masa” de gente, dado que la masa de gente- cada uno con su propio “inconsciente colectivo”- si bien genera una altísima energía, no pasa lo mismo con el “yo”, que consecuentemente disminuye su posibilidad de elección y de toma de decisiones, ejerciendo ese control que hasta ahora era del “yo”, la masa. Es decir, comienzan entre los sujetos las llamadas “identificaciones” o “participaciones místicas”, al decir de Levy Bruhl, sobre todo, cuando el sujeto, por más capaz o sensible que sea, participa del mismo pensar que la masa. Casos clásicos, en este sentido, son los actos políticos o los
cánticos de una barra en una cancha de fútbol. Ambas masas, pueden generar momentos agradables o altamente destructivos.
Vamos a ver algunas reflexiones del propio Jung en este sentido que son realmente lapidarias, pero a nuestro modo de ver, muy ciertas. Si bien no podemos dejar de tomar en cuenta que fueron dichas hacia finales de la década de 1930, con todo lo que ello implicó para la Europa de esa época.
“No todo el mundo tiene virtudes, pero todo el mundo tiene bajos instintos animales, la sugestibilidad básica del hombre primitivo de las cavernas, las sospechas y los trazos viciosos del salvaje. El resultado es que una nación con varios millones de personas ni siquiera es humana. Es una lagartija, o un cocodrilo, o un lobo.” “¿No sabe que, si elige a cien personas entre las más inteligentes del mundo, y las agrupa, formarán una multitud estúpida? Diez mil de ellas juntas tendrían la inteligencia de un
reptil. En una muchedumbre, las cualidades comunes que todos poseen se multiplican, se apilan, y se convierten en características dominantes de toda la muchedumbre.” “La masa no alcanza el nivel de las inteligencias superiores que la componen.” “Lo inconsciente colectivo es un hecho real en los asuntos humanos. Todos participamos en él. En un sentido constituye la sabiduría humana acumulada que heredamos inconscientemente; en otro sentido amplía las emociones humanas comunes que todos compartimos” (Hull- McGuire, p.146 y ss.).
Pero veamos qué nos dicen otros autores al respecto.
En 1931, la Comisión Permanente para la Literatura y las Artes de la ya desaparecida Liga de las Naciones, antecedente de lo que años más tarde sería la actual Naciones Unidas, encargó a Albert Einstein que organizara un intercambio epistolar entre reconocidos intelectuales de esa época sobre temas escogidos y que fueran de interés para la mencionada Institución. Uno de los elegidos fue Sigmund Freud a quien le escribe en julio de 1932, aceptando éste de inmediato la invitación a participar.
En uno de los párrafos de la misiva de invitación, Einstein le pregunta al Dr. Freud: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Más adelante, el autor se pregunta, refiriéndose a quienes instrumentan el uso de las mismas: “¿Cómo es que estos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. En épocas normales existe en estado latente, y únicamente emerge en circunstancias inusuales”.
La respuesta de Freud no se hizo esperar. “Lo ha dicho Ud. casi todo en su carta…me limitaré a corroborar todo cuanto usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor saber o conjeturar”.
Siguiendo a Freud, éste pensaba que los conflictos de intereses (analizando la historia de la humanidad) entre los hombres se zanjan, en principio, mediante la violencia, al igual que en todo el reino animal del cual el hombre no debiera excluirse. Si nos situamos en una pequeña horda primitiva, señala, era la fuerza muscular la que decidía una disputa. La fuerza muscular se vio pronto superada por la aparición de las armas, quien tiene las mejores armas o sabe usarlas mejor, es quien vencerá e
impondrá su voluntad. El fin último de esa lucha será matar a su rival, lo que, a modo de beneficio secundario, es también una advertencia para otros grupos.
El planteo freudiano en respuesta a las inquietudes de Einstein, lo lleva a aceptar la idea del físico, de que en el ser humano hay una pulsión a odiar y aniquilar y señala lo que se entiende por la idea pulsional en psicoanálisis.
Para el Psicoanálisis, el ser humano tiene lo que se denomina pulsiones, entendiendo con ello una carga energética y un factor de motilidad que tiende hacia un fin y existirían de dos tipos: las llamadas “eróticas” (reúnen y conservan) en el sentido de Platón, tal como lo presenta el filósofo a esta suerte de genio en “El Banquete” o también llamadas “sexuales” y otras pulsiones que quieren destruir y matar y que se reúnen bajo el título de pulsiones de “agresión” o de “destrucción”. Ambas pulsiones son indispensables para la vida, a punto tal que, ninguna puede actuar por separado, siempre se encuentra ligada con un cierto monto de energía con su opuesto. Un ejemplo de lo que nos plantea Freud es que la pulsión de autoconservación, que es para este autor de origen erótico, necesita disponer de la agresión, si quiere lograr su objetivo.
Pero hay algo más que interesante en su planteo, por ejemplo, en lo relativo al placer, que no sólo puede observarse en actos que estén de acuerdo con lo que se entiende vulgarmente por dicho término, sino que está también ligado al agredir, al destruir o en las innumerables crueldades que a través de la historia de la humanidad se han podido constatar y se siguen observando en la vida cotidiana, lo que confirma su existencia e intensidad, y por las cuales el ser humano también obtiene placer y disfruta. Casos como las parejas sado/masoquista son un claro ejemplo.
Es indudable que la pulsión de destrucción de acuerdo a Freud, trabaja “dentro” de todo ser vivo con lo que se produce una tendencia inconsciente en el sujeto de conducir la vida al estado de la materia
inanimada. Este planteo de Freud lo llevó a cambiar de nombre a dicha pulsión, sin abandonarlo del todo y denominarla “pulsión de muerte”. Por lo que, así como las “pulsiones eróticas” o “sexuales” representan la vida y sus afanes, así la “pulsión de muerte” deviene en “pulsión de destrucción”
cuando es dirigida hacia afuera. “El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena“.
Conclusiones:
Tanto Freud como Jung y otros autores, proponen distintas formas para evitar la guerra, cualquier tipo de ella. Pero coinciden en que debe ser aumentando todo lo que tenga que ver con el amor y aceptar, para poder dominar, todo lo relacionado con la “sombra” o con la llamada “pulsión de
muerte”. Nadie puede dominar a sus pasiones si antes no las enfrentó, decía Jung con suma claridad. Pero lo dicho será con el tiempo, nada fácil por cierto, habida cuenta que el ser humano ha guerreado desde tiempos inmemoriales y que en pleno siglo XXI se desarrollan unas 30 tipos de guerras de baja intensidad, sin que la inmensa mayoría de los habitantes del planeta sepan algo sobre ellas. Todavía está muy vigente el viejo proverbio romano: Si vis pacem para bellum.
Bibliografía:
William McGuire y R.F.C. Hull. Encuentros con Jung. Editorial Trotta, Barcelona, 2000.
Néstor E. Costa es Analista Junguiano y Presidente de la Asociación de Formación e Investigación en Psicología Analítica -AFIPA- Grupo de Desarrollo reconocido por la IAAP (International Association for Analytical Psychology), con sede en Buenos Aires, Argentina. Doctor en Psicología. Ex Vice Decano del Departamento de Psicología de la Universidad John F. Kennedy, fue uno de los fundadores de AFIPA en los primeros meses de 1996.